Los viajes de Gulliver (Jonathan Swift) Libros Clásicos

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Su Alteza el gobernador me ordenó que llamase de entre los muertos a cualesquiera personas cuyos nombres se me ocurriesen y en el número que se me antojase, desde el principio del mundo hasta el tiempo presente, y les mandase responder a las preguntas que tuviera a bien dirigirles, con la condición de que mis preguntas habían de reducirse al periodo de los tiempos en que vivieron. Y agregó que una cosa en que podía confiar era en que me dirían la verdad indudablemente, pues el mentir era un talento sin aplicación ninguna en el mundo interior.
     Expresé a Su Alteza mi más humilde reconocimiento por tan gran favor. Estábamos en un aposento desde donde se descubría una bella perspectiva del parque. Y como mi primera inclinación me llevara a admirar escenas de pompa y magnificencia, pedí ver a Alejandro el Grande a la cabeza de su ejército inmediatamente después de la batalla de Arbela; lo cual, a un movimiento que hizo con un dedo el gobernador, se apareció inmediatamente en un gran campo al pie de la ventana en que estábamos nosotros. Alejandro fue llamado a la habitación; con grandes trabajos pude entender su griego, que se parecía muy poco al que yo sé. Me aseguró por su honor que no había muerto envenenado, sino de una fiebre a consecuencia de beber con exceso.
     Luego vi a Aníbal pasando los Alpes, quien me dijo que no tenía una gota de vinagre en su campo. Vi a César y a Pompeyo, a la cabeza de sus tropas, dispuestos para acometerse. Vi al primero en su último gran triunfo. Pedí que se apareciese ante mí el Senado de Roma en una gran cámara, y en otra, frente por frente, una Junta representativa moderna. Se me antojó el primero una asamblea de héroes y semidioses, y la otra, una colección de buhoneros, raterillos, salteadores de caminos y rufianes.
     El gobernador, a ruego mío, hizo seña para que avanzasen hacia nosotros César y Bruto. Sentí súbitamente profunda veneración a la vista de Bruto, en cuyo semblante todas las facciones revelaban la más consumada virtud, la más grande intrepidez, firmeza de entendimiento, el más verdadero amor a su país y general benevolencia para la especie humana. Observé con gran satisfacción que estas dos personas estaban en estrecha inteligencia, y César me confesó francamente que no igualaban con mucho las mayores hazañas de su vida a la gloria de habérsela quitado.

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