Cartas desde mi molino (Alfonso Daudet) Libros Clásicos

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mea, zarpó de Tolón la víspera por la tarde, con mal
tiempo. De noche aun, se echó a perder más la cosa.
Viento, lluvia, mar alborotado cual nunca. Por la
mañana amainó un poco el viento, pero el mar se-
guía en sus trece, y todo esto, una maldita bruma del
demonio, que no dejaba ver un fanal a cuatro pasos.
No, puede usted formarse idea, señor, de lo traido-
ras que son esas brumas. Eso nada importa; se me
ha puesto en la cabeza que la Ligera debió perder el
timón de madruga; porque, no hay bruma que valga;
sin una avería, el capitán no hubiese venido a estre-
llarse aquí. Era un duro marino, a quien todos co-
nocíamos. Había mandado la estación naval de
Córcega durante tres años y sabía la costa tan bien
como yo, que no sé otra cosa.
-¿Y a que hora se cree que pereció la Ligera?
-Debió de ser a mediodía; sí, señor, en pleno
mediodía... Pero, ¡caramba! con la bruma de mar,

C A R T A S D E M I M O L I N O

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ese pleno mediodía no valía mucho mas que una
noche obscura como boca de lobo...
Un aduanero de la costa me ha contado que
aquel día, habiendo salido de su caseta para sujetar
los postigos, hacia las once y media, una racha de
viento se le llevó la gorra, y a riesgo de que a él
mismo se lo llevase la resaca, se puso a correr tras
de aquélla, a cuatro patas, a lo largo de la playa.
Comprenderá usted que los carabineros no son ri-
cos, y una gorra cuesta cara. Pues bien, parece ser
que al levantar un momento la cabeza nuestro hom-
bre, hubo de ver, muy cerca de él, entre la bruma, un
buque de alto bordo que huía a palo seco, sotaven-
teando as islas Lavezzi. Este buque iba tan rápido,
tan veloz, que el aduanero apenas tuvo tiempo de
verlo bien. Sin embargo, todo hace creer quesería la
Ligera, puesto que media hora después el pastor de

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