Cartas desde mi molino (Alfonso Daudet) Libros Clásicos

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ras he pasado en ese jardín! Encima de mi cabeza,
los naranjos en flor y con fruto quemaban los aro-
mas de sus esencias. De vez en cuando, desprendía-
se de pronto una naranja madura y caía cerca de mí,
como aletargada por el calor, con un ruido mate y
sin eco en la tierra, apelmazada. No tenía más que
alargar la mano. Eran soberbias frutas, de un rojo
purpúreo en su interior. Parecíanme exquisitas, y
luego, ¡era tan hermoso el horizonte! Entre las hojas
aparecía el mar, en espacios azules deslumbradores
como trozos de vidrio roto que espejearan entre las

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brumas del aire. Juntamente con eso, el movimiento
del oleaje conmoviendo la atmósfera a grandes dis-
tancias, ese murmullo cadencioso que os mece co-
mo en una barca invisible, el calor, el olor de las
naranjas... ¡Ah, qué bien se estaba para dormir en el
huerto de Barbicaglia!
Sin embargo, a veces, en el mejor momento de
la siesta, despertábanme sobresaltado redobles de
tambor. Eran infelices músicos militares que venían
a ensayarse allá abajo, en el camino. A través de los
claros del seto veía yo el cobre de los tambores y los
grandes mandiles blancos encima del pantalón en-
carnado. Para resguardarse un poco de la cegadora
luz que el polvo del, camino les enviaba de reflejo
sin piedad, los pobres diablos acudían a situarse al
pie del jardín, en la breve sombra del seto. ¡Y vaya
un barullo que armaban, y un calor que sufrían!
Entonces, saliendo por fuerza de mi hipnotismo,
divertíame en arrojarles algunos de ésos hermosos
frutos de oro rojo que colgaban al alcance de mi
mano. El tambor a quien apuntaba, se detenía. Un
minuto de vacilación, una mirada en redondo para
ver de dónde vendría la soberbia naranja que iba
rodando hasta él por la zanja; luego, la recogía con

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presteza, y mordía a boca llena, sin quitarle siquiera

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