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oro de Sid’Omar bailan en torno mío fantásticas fa-
rándulas que me impedirían dormir... Estoy delante
del teatro; entremos un momento.
El teatro de Milianah es un antiguo almacén de
forrajes, disfrazado bien o mal de sala de espectá-
culos. Grandes quinqués que se llenan de aceite du-
rante los entreactos, hacen oficio de arañas. La
cazuela está de pie, la orquesta en bancos. Las gale-
rías están muy ufanas porque tienen sillas de paja...
Todo alrededor de la sala, un largo pasillo, obscuro,
sin entarimar. Parece que se está en la calle, nada
A L F O N S O D A U D E T
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falta para ello... Al llegar yo, la función ha principia-
do ya. Con gran sorpresa mía, los actores no son
malos, me refiero a los hombres, tienen arranque,
vida... Son aficionados casi todos ellos, soldados del
3º, el regimiento está orgulloso con esto y acude to-
das las noches a aplaudirlos.
En cuanto a las mujeres, ¡ay!... son ahora y
siempre ese eterno femenino de los teatros de pro-
vincias, presuntuoso, amanerado y falso... Sin em-
bargo, entre estas damas hay dos que me interesan;
dos judías de Milianah, jovencitas que se lanzan por
primera vez al teatro... Los padres están en la sala y
parecen encantados. Tienen el convencimiento de
que sus hijas van a ganar miles de duros en ese co-
mercio. La leyenda de la Raquel, israelita, millonaria
y cómica, está muy difundida ya entre los judíos del
Oriente.
Nada tan cómico y enternecedor como esas dos
jóvenes judías en las tablas. Están tímidamente en
un rincón del escenario, empolvadas, pintadas, des-
pechugadas y tiesas. Tienen frío, les da vergüenza.
De vez en cuando enjaretan una frase sin compren-
derla, y mientras hablan sus ojazos hebreos miran
con estupor a los morenos.
C A R T A S D E M I M O L I N O
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Salgo del teatro... En medio de las tinieblas que
me rodean, oigo gritos en un rincón de la plaza...
Sin duda algunos malteses en vías de explicarse a