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con la vida.
-Pero si alguna vez se descubriese que ha disimulado
usted el objeto de su viaje -dijo Lucía... Hay en Francia leyes
H A C I A E L A B I S M O
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terribles, leyes de sangre. Es verdad que usted podría invocar
la protección de su nieto. Como miembro de la Conven-
ción...
No pudo continuar; Mausabré se había erguido y en su
cara, rodeada de largos cabellos blancos, una máscara de odio
y de cólera velaba repentinamente la expresión de bondad
que era en ella habitual.
-No me hable usted de ese renegado, querida Lucía. No
le debo nada ni quiero deberle. Se ha puesto al lado de los
enemigos de su Dios y de su rey, y creería deshonrarme si
alguna vez recurriera a él.
Esta frase vehemente, lejos de imponer silencio a Lucía,
le sugirió un violento deseo de defender al hombre a quien
amaba.
-Es muy culpable, -confesó, -pero ¿es el único culpable?
-¿Quién puede haber merecido ser acusado de sus crí-
menes?
-Los que me han separado de él en vísperas de nuestro
matrimonio -respondió atrevidamente la de Entremont, -mi
padre y usted. La falta de Roberto, por grave que fuese, podía
ser reparada, pero fueron ustedes implacables con él. Por
mucho que yo supliqué a mi padre declarándole que aquel
rompimiento haría la desgracia de toda mi vida, no contento
con hacerse sordo a mis súplicas, me obligó a casarme con la
persona cuyo nombre llevo.
-No procuraba más que su felicidad de usted, Lucía.
¿Podía creer que no sería usted dichosa con un valiente no-
ble, que es el honor mismo?
E R N E S T O D A U D E T
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-¡Dichosa con un marido de cuarenta años, cuando ape-
nas tenía yo dieciocho! -exclamó Lucía, cuyas penas se expre-
saban con dolorosa amargura. Se me ha entregado al señor de
Entremont como una esclava; yo no me di; él me tomó sa-
biendo que otro había recibido mis juramentos. ¿Cómo ha-
bía de amarle? No le amo ni le amaré jamás.