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Lo
más cierto es que la tierra de Chanteloup, adonde conduci-
mos a nuestros lectores, constituía una residencia encantado-
ra, gracias a sus arboledas seculares, a sus paseos, a la elegan-
cia arquitectónica de sus edificios y, sobre todo, a su
situación en la ladera de una colina desde la cual la mirada
abarcaba el más risueño paisaje.
Ese castillo era propiedad de Dalassene, que le había re-
cibido de sus antepasados. Estos lo habían transformado en
varias ocasiones, demoliendo ciertas partes del castillo y re-
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edificándola sobre sus ruinas. La reedificación más reciente
databa de los primeros años del reinado de Luis XV, y no
había dejado de los antiguos edificios más que tres potentes
torres, vestigio elocuente de los tiempos feudales y entre las
cuales se desarrollaba una fachada de frontón y de columnas
que alegraba con la elegante esbeltez de su balaustrada de
piedra el terrado a la italiana que coronaba la cubierta.
El interior de aquella cómoda morada cumplía las pro-
mesas del exterior. Todo en ella revelaba el bienestar y el
gusto de las generaciones que, una tras otra, habían dejado
allí su huella, y ofrecía a Dalassene la preciosa ventaja de estar
cerca de París y bastante lejos, sin embargo, para que pudiese,
si le parecía bien, ocultar allí su vida o recibir a sus compañe-
ros de placeres.
Gustaba a Dalassene residir allí todo el verano y hasta el
fin del otoño. Muchas veces, al salir de las sesiones de la
Convención, en lugar de meterse en su casa de Paris, se mar-
chaba a Chanteloup, adonde le llevaba su coche en dos ho-
ras. Muchas veces también, cuando los cuidados de la
política le dejaban tiempo, se complacía en prolongar allí su
estancia, y más aún desde que había instalado en el castillo a
Lucía y a su hermana.
Al volver a Francia con él, después de una estancia bas-
tante prolongada en Saboya, durante la cual se reunieron con
ellos Clara y la Gerard, Lucía no había permanecido en París