Tartarín de Tarascón (Alfonso Daudet) Libros Clásicos

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   Fuera, al pie de la terraza, el mar rugía, y las olas, en la sombra, batían la playa con un ruido como si estuviesen sacudiendo trapos mojados. El aire estaba caldeado y el cielo lleno se estrellas.
   En Los Plátanos cantaba un ruiseñor...
   Tartarín pagó la cuenta.

X. DIME EL NOMBRE DE TU PADRE, Y TE DIRÉ EL NOMBRE DE ESTA FLOR

   
   Háblame de los príncipes montenegrinos, y al punto levantaré la codorniz.
   A la mañana siguiente de aquella velada en Los Plátanos, el príncipe Gregory se presentó en el cuarto del tarasconés, casi con el alba.
   -¡Hala!..., ¡de prisa!..., ¡vístase! Ya está encontrada la mora... ¡Se llama Baya... Veinte años; linda como un corazón y ya viuda...
   -¡Viuda! ¡Qué suerte! -exclamó con alegría el valeroso Tartarín, que no fiaba mucho en los maridos de Oriente.
   -Sí; pero muy vigilada por su hermano.
   -¡Ah! ¡Diantre!...
   -Un moro feroz, que vende pipas en el bazar de Orleáns...
   Un rato de silencio.
   -No importa -continuó el príncipe-. Usted no es hombre que se asuste por tan poca cosa. Además, quizá podamos arreglarlo comprándole algunas pipas... ¡Hala!..., ¡de prisa!...; ¡vístase, calavera!... ¡Vaya una suerte!...
   Pálido, conmovido, lleno el pecho de amor, Tartarín se tiró de la cama y, abrochándose a toda prisa el ancho calzón de franela, dijo:
   -Y yo, ¿qué he de hacer?
   -Escribir a la dama pidiéndole una cita; nada mas.
   -¿Ya sabe francés?... -preguntó, un poco desilusionado, el cándido Tartarín, que soñaba con un puro Oriente.
   -No sabe una palabra -respondió el príncipe imperturbablemente-; pero usted me dicta la carta y yo iré traduciéndola.
   -¡Oh príncipe! ¡Cuántas bondades!
   Y el tarasconés se puso a recorrer a grandes pasos la estancia, silencioso y concentrándose en sí mismo.
   Ya comprenderéis que no es lo mismo escribir a una mora de Argel que a una modistilla de Beaucaire. Mas, por suerte, nuestro héroe poseía numerosas lecturas y amalgamando la retórica apache de los indios de Gustavo Aimard con el Viaje a Oriente de Lamartine, y algunas ligeras reminiscencias del Cantar de los Cantares, pudo componer la carta más oriental que puede verse. Empezaba así:
   "Como el avestruz en las arenas..."
   Y acababa de este modo:
   "Dime el nombre de tu padre, y te diré el nombre de esta flor.

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