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Era muy pequeña, y su madre, como diría Musset , parecía haberla hecho así para hacerla con esmero.
En un óvalo de una gracia indescriptible, colocad dos ojos negros coronados por cejas de un arco tan puro, que parecía pintado; velad. esos ––ojos con largas pestañas que, al bajar, proyecten sombra sobre la tez rosa de las mejillas; trazad una nariz fina, recta, graciosa, con ventanillas un poco abiertas por una ardiente aspiración hacia la vida sensual; dibujad una boca regular, cuyos labios se abran con gracia sobre unos dientes blancos como la leche; coloread la piel con ese suave terciopelo que cubre los melocotones no tocados aún por mano alguna, y tendréis el conjunto de aquella cabeza encantadora.
Los cabellos, negros como el azabache, natural o artificialmen te ondulados, se abrían sobre la frente en dos anchos bandós y se perdían detrás de la cabeza, dejando ver una parte––de las orejas, en las que brillaban dos diamantes de un valor de cuatro a cinco mil francos cada uno.
Cómo la ardiente vida de Marguerite permitía que su conservase la expresión virginal, incluso infantil, que lo caracterizaba, es algo que nos vemos obligados a constatar sin comprenderlo.
Marguerite tenía un maravilloso retrato suyo hecho por Vidal, el único hombre cuyo lápiz era capaz de reproducirla. Después de su muerte tuve unos días a mi disposición aquel retrato, y era de un parecido tan asombroso, que me ha servido para ofrecer las indicaciones a las que quizá no hubiera alcanzado mi memoria.
Algunos detalles de este capítulo no llegaron a mi conocimiento hasta más tarde, pero los escribo ahora mismo, para no tener que volver sobre ellos cuando comience la historia anecdótica de esta mujer.
Marguerite asistía a todos los estrenos y pasaba todas las noches en algún espectáculo o en el bade. Siempre que se representaba una obra nueva era seguro verla allí, con tres cosás que no la abandonaban jamás y que ocupaban siempre el antepecho de su palco de platea: sus gemelos, una bolsa de bombones y un ramo de camelias.
Durante veinticinco días del mes las camelias eran blancas, y durante cinco, rojas; nunca ha logrado saberse la razón de aquella variedad de colores, que indico sin poder explicar y que los habituales de los teatros adonde ella iba con más frecuencia, lo mismo que sus amigos, habían notado como yo.