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La dicha suprema de la vida es la convicción de que somos amados, amados por nosotros mismos; mejor dicho ama dos a pesar de nosotros; esta convicción la tiene el ciego. ¿Le falta algo? No, teniendo amor no se pierde la luz. No hay ceguera donde hay amor. Se siente uno acariciado con el alma. Nada ve, pero se sabe adorado. Está en un paraíso de tinieblas.
Desde aquel paraíso había pasado monseñor Bienvenido al otro.
El anuncio de su muerte fue reproducido por el periódico local de M. y el señor Magdalena se vistió a la mañana siguiente todo de negro y con crespón en el sombrero.
Esto llamó mucho la atención de las gentes. Creían ver una luz en el misterioso origen del señor Magdalena.
Una tarde, una de las damas más distinguidas del pueblo le preguntó:
-¿Sois sin duda un pariente del señor obispo de D.?
-No, señora.
-Pero, estáis de luto.
-Es que en mi juventud fui lacayo de su fami lia -respondió él.
También se comentaba que cada vez que pasaba por la aldea algún niño saboyano de esos que recorren los pueblos buscando chimeneas que limpiar, el señor alcalde le preguntaba su nombre y le daba dinero. Los saboyanitos se pasaban el dato unos a otros, y nunca dejaban de venir.
V:
Vagos relámpagos en el horizonte
Poco a poco, y con el tiempo, se fueron disipando todas las oposiciones. El respeto por el señor Magdalena llegó a ser unánime, cordial, y hubo un momento, en 1821, en que estas palabras, "el señor alcalde", se pronunciaban en M. casi con el mismo acento que estas otras, "el señor obis po", eran pronunciadas en D. en 1815. Llegaba gente de lejos a consultar al señor Magdalena. Terminaba las diferencias, suspendía los pleitos y reconciliaba a los enemigos.
Un solo hombre se libró absolutamente de aquella admiración y respeto, como si lo inquietara una especie de instinto incorruptible a imperturbable. Se diría que existe en efecto en ciertos hombres un verdadero instinto animal, puro a íntegro, como todo instinto, que crea la antipatía y la simpatía, que separa fatalmente unas naturale zas de otras, que no vacila, que no se turba, ni se calla, ni se desmiente jamás. Pareciera que advierte al hombre-perro la presencia del hombre-gato.
Muchas veces, cuando el señor Magdalena pasaba por una calle, tranquilo, afectuoso, rodeado de las bendiciones de todos, un hombre de alta estatura, vestido con una levita gris oscuro, arma do de un grueso bastón y con un sombrero de copa achatada en la cabeza, se volvía bruscamente a mirarlo y lo seguía con la vista hasta que desaparecía; entonces cruzaba los brazos, sacudiendo lentamente la cabeza y levantando los la bios hasta la nariz, especie de gesto significativo que podía traducirse por: "¿Pero quién es ese hombre? Estoy seguro de haberlo visto en alguna par te.