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Nacido en una familia en la que reinaban las buenas costumbres y la piedad, educado luego con dulzura en casa de un pastor lleno de sabiduría y de religión, había recibido desde mi más tierna infancia, principios, máximas -otros dirían prejuicios- que nunca me han abandonado del todo. Aún niño y entregado a mí mismo, atraído mediante caricias, seducido por la vanidad, embaucado en la esperanza, forzado por la necesidad, me hice católico, pero siempre permanecí cristiano, y bien pronto ganado por la costumbre mi corazón se ligó sinceramente a mi nueva religión. Las instrucciones, los ejemplos de la señora Warens me afirmaron en este apego. La soledad campestre en que pasé la flor de mi juventud, el estudio de los buenos libros al que me entregué por entero, reforzaron junto a ella mis naturales disposiciones para los sentimientos afectuosos y me convirtieron en un devoto casi a la manera de Fénelon. La meditación en el retiro, el estudio de la naturaleza, la contemplación del universo empujan a un solitario a elevarse sin cesar hacia el autor de las cosas y a buscar con una dulce inquietud el fin de todo lo que ve y la causa de todo lo que siente. Cuando mi destino me arrojó al torrente del mundo, no encontré ya en él nada que pudiera agradar por un momento a mi corazón. 1:1 lamento de mis dulces ocios me persiguió por doquier y proyectó la indiferencia y el asco sobre cuanto podía encontrarse a mi alcance, lo que propiamente conduce a la fortuna y a los honores. Inseguro en mis inquietos deseos, esperaba poco, obtuve menos y sentí, entre resplandores incluso de prosperidad, que cuando hubiera obtenido todo lo que creía buscar, no habría encontrado la dicha de que estaba ávido mi corazón sin saber descubrir su objeto. Todo contribuía así a desligar mis aficiones de este mundo, aun antes de los infortunios que debían volverme completamente extranjero a él. Llegué a los cuarenta años flotando entre la indigencia y la fortuna, entre la sabiduría y la confusión, lleno de vicios de hábito sin ninguna mala inclinación en el corazón, viviendo el acaso sin principios bien declarados por mi razón y distraído de mis deberes sin despreciarlos, pero sin conocerlos a menudo bien.
Desde mi juventud había fijado esta época de los cuarenta años como el término de mis esfuerzos para encumbrarme y el de mis pretensiones de todo género.