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CUARTO PASE
Del pequeño número de libros que aún leo a veces, Plutarco es el que más me atrae y me aprovecha. Fue la primera lectura de mi infancia, será la última de mi vejez; es casi el único autor al que nunca he leído sin sacar algún fruto. Anteayer leía en sus obras morales el tratado Cómo poder sacar utilidad de los enemigos. El mismo día, mientras ordenaba unos folletos que me han sido enviados por los autores, di con uno de los periódicos del abate Rosier en cuyo título había puesto estas palabras: Vitam vero impendenti, Rosier. Demasiado sabedor de los giros de estos señores como para dejarme engañar con éste, comprendía que bajo aquel aire de urbanidad había creído decirme una cruel antífrasis: pero ¿fundada en qué? ¿Por qué ese sarcasmo? ¿Qué motivo podía haberle dado yo? Para aprovechar las lecciones del buen Plutarco decidí emplear el paseo del día siguiente en examinarme sobre la mentira, y acabé por demás confirmado en la opinión ya asumida de que el Conócete a ti mismo del templo de Delfos no era una máxima tan fácil de seguir como lo había creído en mis Confesiones.
Al ponerme en marcha al día siguiente para llevar a efecto esta resolución, la primera idea que me vino, cuando comenzaba a recogerme, fue la de una horrible mentira cometida en mi primera juventud, cuyo recuerdo me ha turbado toda mi vida y viene, incluso en mi vejez, a contristar aún mi corazón lacerado ya de tantos otros modos. Aquella mentira, que fue en sí misma un gran crimen, debió ser uno aún mayor por sus efectos, que yo siempre he ignorado, pero que el remordimiento me ha hecho suponer tan crueles cuanto cabe. Sin embargo, de no contemplar más que la disposición en la que me hallaba al cometerla, la mentira sólo fue fruto de la mala vergüenza, y por muy lejos que partiera de la intención de perjudicar a quien fue su víctima, puedo jurar ante la faz del cielo que, en el mismo instante en que aquella invencible vergüenza me la arrancaba, habría dado toda mi sangre con alegría por volver el efecto contra mí sólo. Se trata de un delirio que no puede explicar sino diciendo, como creo sentirlo, que en aquel instante mi natural tímido subyugó todos los anhelos de mi corazón.
El recuerdo de este desgraciado acto y de los inextinguibles pesares que me ha dejado me han inspirado un horror por la mentira que ha debido eximir a mi corazón de este vicio para el resto de mi vida.