Las confesiones (Jean Jacques Rousseau) Libros Clásicos

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Nuestro palurdo debía marchar con su mujer a los dos días y les fuí recomendado: les entregaron mi peculio aumentado por la señora de Warens; además, ésta me dió en secreto alguna cantidad que acompañó con amplias instrucciones, y partimos el Miércoles Santo.
Al día siguiente de mi salida de Annecy, llegó allí mi padre siguiéndome los pasos con su amigo Rival, relojero también, hombre de ingenio y de singular talento, que componía mejores versos que La Motte y hablaba casi tan bien como éste; además, era hombre perfectamente honrado, pero cuya abandonada literatura no sirvió más que para hacer comediante a un hijo suyo.
Estos señores vieron a la señora de Warens y lloraron con ella mi suerte, en vez de seguir y alcanzarme, como hubieran fácilmente logrado, ya que ellos iban a caballo y yo a pie. Lo mismo ocurrió con mi tío Bernard. Fué a Confignon, desde donde volvió a Ginebra, sabiendo que yo había salido para Annecy. Parecía que mis parientes conspiraban con mi estrella para entregarme al destino que me esperaba. Mi hermano se perdió por una negligencia parecida y tan de veras, que nunca se supo lo que fué de él.
Era mi padre un hombre, no solamente de honor, sino de una probidad completa. Tenía una de esas almas fuertes que producen las grandes virtudes y. además, era un buen padre. sobre todo para mí. Me amaba tiernamente, pero amaba también sus placeres, y, desde que viví alejado de él, otros afectos entibiaron el afecto paternal. Se había casado en Nyon por segunda vez. Su mujer no estaba en edad de darle hijos, pero tenía padres, y de aquí resultó una nueva familia, nuevos objetas y una nueva casa que le impedía recordarme con tanta frecuencia. Mi padre envejecía y no podía contar con nada en su ancianidad; mi hermano y yo teníamos alguna cosa que nos había dejado mi madre, y, ausentes nosotros, para él quedaba nuestra renta. No es que le ocurriese esta idea y le impidiese cumplir con su deber; pero le movía ocultamente, sin que él mismo se percatase, y enfriaba algunas veces su celo, que sin esto hubiera sido más vivo. He aquí, según creo, por qué, siguiendo mis pasos hasta Annecy, no continuó hasta Chambéry, donde estaba moralmente seguro de alcanzarme. He aquí también por qué, habiendo ido a verle con frecuencia, después de mi huida, me prodigó siempre caricias paternales, pero sin hacer grandes esfuerzos para retenerme.

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