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y con ella y sus damas vi a doña Ana.
Vi en un jardín de amores
que presidía entre comunes flores
la rosa hermosa y bella.
Mal digo; que, si bien lo considero,
yo vi entre muchas rosas una estrella,
o entre muchas estrellas un lucero;
y, si mejor en su deidad reparo,
prestando a los demás sus arreboles,
entre muchos luceros vi un sol claro,
y al fin vi un cielo para muchos soles.
Y tanto su beldad les excedía
que en muchos cielos hubo sólo un día.
Hablando estuve, en ella divertidos
los ojos, cuanto atentos los oídos;
porque mostraba, en todo milagrosa,
cuerda belleza en discreción hermosa.
Despidióse en efecto. Si fue breve
la tarde, Amor lo diga, que quisiera
que un siglo entero cada instante fuera;
y aun no fuera bastante,
pues, aunque fuera siglo, fuera instante.
La salí acompañando cortésmente;
y aquí basta decirte
que muero amante y que padezco ausente.
ARIAS: Según eso, imposible es persuadirte
que olvides ese amor.
ALEJANDRO: Hoy ha nacido,
y a más correspondencia pone olvido
el alma, si previene mayor daño.
ARIAS: Pues a tiempo llegó mi desengaño.
Señor, si a César quieres, no la quieras;
y básteme decir que, si pretendes
a doña Ana, es a César al que ofendes.
ALEJANDRO: Don Arias, cuando alguna cosa digas
a quien no la pregunta, ya te obligas
a no dejar la plática empezada.
Dímelo todo, o no dijeras nada.
¿Quiere a doña Ana César? Poco importa;
que César es mi amigo, y si me hallara
muy prendado, por César la olvidara.
Prosigue, pues; ¿qué temes?
ARIAS: Que indiscreto
falto a la fe jurada de un secreto.
ALEJANDRO: Pues si callar debías,
¿para qué los principios me decías?
ARIAS: Yo tu quietud pretendo.
(Perdona, César, si el secreto ofendo.) Aparte
Señor, ellos se quieren.