La aventura de las gafas de oro (Arthur Conan Doyle) Libros Clásicos

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La aventura de las gafas de oro
Arthur Conan Doyle

Cuando contemplo los tres abultados volúmenes de manuscritos que contienen nuestros trabajos del año 1894 debo confesar que, ante tal abundancia de material, resulta muy difícil seleccionar los casos más interesantes en sí mismos y que, al mismo tiempo, permitan poner de manifiesto las peculiares facultades que dieron fama a mi amigo. Al hojear sus páginas, veo las notas que tomé acerca de la repulsiva historia de la sangui­juela roja y la terrible muerte del banquero Crosby; encuentro también un informe sobre la tragedia de Addlenton y el extraño contenido del antiguo túmulo británico; también corresponden a este período el famoso caso de la herencia de los SmithMortimer y la persecución y captura de Huret, el asesino de los bulevares, una hazaña que le valió a Holmes una carta autógrafa de agradecimiento del presidente de Francia y la Orden de la Legión de Honor. Cualquiera de estos casos podría servir de base a un relato, pero, en conjunto, opino que ninguno de ellos reúne tantos aspectos insólitos e interesantes como el episodio de Yoxley Old Place, que no sólo incluye la lamentable muerte del joven Willoughby Smith, sino también las posteriores derivaciones, que arrojaron tan curiosa luz sobre las causas del crimen.
Era una noche cruda y tormentosa de finales de noviembre. Holmes y yo habíamos pasado toda la velada sentados en silencio, él dedicado a descifrar con una potenta lupa los restos de la inscripción original de un antiguo palimpsesto1, y yo absorto en un tratado de cirugía recién publicado. Fuera de la casa, el viento aullaba a lo largo de Baker Street y la lluvia repicaba con fuerza contra las ventanas. Resultaba extraño sentir la zarpa de hierro de la Naturaleza en pleno corazón de la ciudad, rodeados de construcciones humanas hasta una distancia de diez millas en cualquier dirección, y darse cuenta de que, para la fuerza colosal de los elementos, todo Londres no significaba más que las madrigueras de topos que salpican los campos. Me acerqué a la ventana y miré hacia la calle vacía. Aquí y allá, las farolas brillaban sobre la calzada embarrada y las relucientes aceras. Un solitario coche de alquiler avanzaba chapoteando desde el extremo que da a Oxford Street.
-¡Caramba, Watson, menos mal que no tenemos que salir esta noche! -dijo Holmes, dejando a un lado la lupa y enrollando el palimpsesto-.

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