Página 33 de 156
En
efecto, este tigre de hombre fue bajando pian piano y después abrió
treinta enormes cerraduras, destrancó otras tantas barras, y dejando la
celda apenas entreabierta, con un rodillazo me empujó hasta aquella fosa,
cuyo espantoso aspecto apenas tuve tiempo de contemplar, pues en seguida
que yo entré cerró tras sí la puerta. Aquí quedé hundido en el cieno hasta
las rodillas, y si alguna vez quería separarme un poco me hundía hasta la
cintura. El cloqueo terrible de los sapos que chapoteaban en este cieno
venía a hacer que no lamentase mi sordera; sentía que los lagartos se me
subían por las piernas; que las culebras se me enroscaban al cuello, y a
la luz de sus pupilas centelleantes pude entrever que una de éstas sacaba
de negra garganta venenosa una lengua de tres puntas, dardeante, y cuyo
brusco movimiento la hacía parecerse a un rayo encendido por el fuego de
sus ojos.
Contaros muchas más cosas ya no puedo: están por encima de toda
imaginación y ni siquiera yo pretendo acordarme, porque temo que si las
rememoro la certeza de estar ya libre de mi prisión, que según creo puedo
tener, se torne un sueño del que vaya a despertar. Ya la aguja del
cuadrante de la gran torre marcaba las diez y aún no había venido nadie a
llamar a la puerta de mi tumba; pero poco después, y cuando ya el dolor de
mi amarga tristeza comenzaba a estrecharme el corazón y a desordenar ese
armonioso equilibrio que da la vida, oí una voz que me invitaba a cogerme
de una pértiga que se me enseñaba. Luego que durante bastante tiempo y en
la obscuridad fui tentando el aire, topé por fin con un extremo de esa
pértiga y me abracé a ella con toda la emoción de mi alma. Entonces mi
calabocero, cobrándola por el otro extremo, me pescó de en medio de este