Las Mujercitas se casan (Louisa May Alcott) Libros Clásicos

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-Disculpen ustedes, pero yo buscaba la oficina de "El Volcán de la Semana"... Necesito ver al señor Dash.. .
Descendió el más alto de los pares de talones, ascendió el más humeante de los caballeros, y acariciando su cigarro se adelantó con un saludito. Con la sensación de que era mejor salir del paso cuanto antes, Jo sacó su manuscrito, y poniéndose cada vez más colorada pronunció a los tropezones pequeños fragmentos del discursito que había preparado para aquella ocasión.
-Una amiga mía deseaba que en su nombre les ofreciera... un relato... nada más que a título de experimento... le gustaría tener la opinión... estaría dispuesta a escribir más si esto gusta...
Mientras la pobre Jo se sonrojaba y equivocaba las palabras, el señor Dash había tomado el manuscrito y recorría las páginas con dedos bastante sucios, echando miradas de conocedor por las prolijísimas cuartillas.
-No es la primera, según parece -dijo al observar que las páginas estaban numeradas,

escritas de un solo lado y no iban ataditas con una cinta.
-No, señor, ha tenido ya cierta experiencia y obtuvo un premio por un cuento publicado en "La Bandera de la Verdad".
-¿Ah, sí? -dijo el señor Dash con una rápida mirada a Jo y tomando buena nota de cada trapo que la muchacha tenía encima-. Puede dejarlo, si quiere... De este tipo tenemos más material del que podemos utilizar, pero le voy a dar una leída y tendrá la contestación la semana próxima.
Jo no tenía ninguna gana de dejarlo, porque no creía que le conviniese cerrar trato alguno con aquel individuo, pero le pareció que no podía hacer otra cosa que saludar y retirarse. Jo pareció más alta y altiva que nunca, como siempre que se sentía corrida o irritada. En aquel momento estaba ambas cosas a un tiempo, puesto que fue bien evidente por las miradas picaronas cambiadas entre aquellos individuos que su pequeña invención de "la amiga" la consideraban pura broma. Una risa, provocada por una observación inaudible del director al cerrar Jo la puerta, acabó de llenarla de mortificación. Resuelta a no volver por allí, se fue a su casa y dio salida a la irritación que sentía cosiendo furiosamente algunos delantales para las chicas, y alrede-dor de una hora después se sintió bastante calmada como para reírse de aquella escena... ¡y desear que llegase la semana próxima!

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