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Es asombroso que el mismo que antes se esforzaba por alcanzar la benevolencia de la sociedad, la desprecie cuando se ve acusado, y que se presente implorando, en cierto modo, la ayuda de la Convención contra los jacobinos". Súbitamente surge el odio personal; hasta en la fealdad física de Fouché encuentra motivo para denigrarlo. "¿Teme acaso -dijo sarcástico- los ojos y los oídos del pueblo? ¿Teme que su triste presencia delate demasiado claramente su crimen? ¿Teme que seis mil miradas enfocadas sobre él descubran toda su alma en sus pupilas, a pesar de que la Naturaleza las haya dotado de falsía y disimulo? ¿Teme que su lengua descubra la confusión y la contradicción del culpable? Toda persona razonable ha de reconocer que el miedo es el único motivo de su actitud, y todo el que teme las miradas de sus conciudadanos es culpable. Yo requiero aquí a Fouché ante el tribunal. Que se justifique y diga quién ha mantenido más dignamente los derechos de la representación del pueblo, él o nosotros, y quién de nosotros aniquiló más bravamente las parcialidades". Aún lo llama "bajo y despreciable impostor", cuya actitud es la confesión de sus crímenes, y habla con insinuaciones pérfidas de "hombres cuyas manos están llenas de botín y de crímenes". Termina con estas palabras amenazadoras: "Fouché se ha caracterizado lo bastante a sí mismo; he hecho esta advertencia únicamente para que sepan los conspiradores, para siempre, que no van a escapar a la vigilancia del pueblo".
Aunque estas palabras anuncian claramente una sentencia de muerte, la Asamblea obedece a Robespierre. Y sin vacilación expulsa, como indigno del club de los jacobinos, a su antiguo presidente.
Ya está Joseph Fouché predestinado a la guillotina como un tronco de árbol que espera el golpe del hacha. La exclusión del club de los jacobinos supone el estigma y la acusación de Robespierre, y tan enconada actitud equivale a una condena segura. Fouché está amortajado en pleno día. Todos esperan a cada momento su detención, y él más que nadie. Ya no duerme en su casa, en su propia cama, por miedo de que a media noche lleguen los gendarmes, como sucedió con Danton y Desmoulins.
Se oculta en casa de unos amigos valerosos, porque hay que tener valor para cobijar a un proscrito oficial, y hasta supone valor hablar públicamente con él. La Policía sigue cada uno de sus pasos, dirigida por Robespierre, y da cuenta de sus relaciones, de sus visitas.