María Antonieta (Stefan Zweig) Libros Clásicos

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Sólo entonces le presenta a su futuro esposo, de cinco pies y diez pulgadas de alto, el cual, rígido, desmañado y aturdido, se mantiene a un lado; ahora, por fin, alza los adormecidos ojos cortos de vista y, sin especial entusiasmo, según ordena la etiqueta, besa ceremoniosamente a su novia en la mejilla. En la carroza, María Antonieta se sienta entre el abuelo y el nieto, entre Luis XV y el futuro Luis XVI. El señor viejo parece representar mejor el papel de novio; charla animada mente y hasta hace un poco la corte a su nueva nieta, mientras el futuro esposo se aburre y se mantiene en un rincón, silencioso. Por la noche, cuando los desposados, y ya casados per procurationem, se van a dormir a sus respectivas habitaciones, el triste amante no le ha dicho aún una sola palabra tierna a aquella encantadora muchachuela. y como resumen de la jornada decisiva sólo escribe en su diario esta seca línea: « Entrevue avec Madame la Dauphine».
Treinta y seis años más tarde, en el mismo bosque de Compiègne, otro soberano de Francia, Napoleón, esperará también como esposa a otra duquesa austríaca, a María Luisa. No será tan bonita ni apetecible como María Antonieta aquella regordeta, aburrida y dulce Luisa. Pero, sin embargo, el hombre enérgico y el amante toman al instante posesión, tierna y fogosamente, de la novia que le es destinada. En la misma noche le pregunta Napoleón al obispo si el matrimonio celebrado en Viena le da ya derechos conyugales, y, sin esperar respuesta, saca las conclusiones; a la mañana siguiente, los dos, ya reunidos, se desayunan en el lecho. Pero María Antonieta, en el bosque de Compiègne, no ha encontrado un hombre ni un amante: nada más que un novio por razón de Estado.
La segunda y auténtica celebración del matrimonio tiene lugar el 16 de mayo en Versalles, en la capilla de Luis XIV Tal acto de corte y Estado de la cristianísima Casa Real es un suce so demasiado íntimo y familiar, y al mismo tiempo demasiado augusto y mayestático, para que le sea permitido al pueblo ser espectador del mismo, aunque sólo sea tendiendo sus filas delante de la puerta. Sólo a la sangre más noble -con un árbol genealógico de cien ramas por lo menos-se le autoriza para penetrar en el recinto del templo, donde el centelleante sol de primavera, a través de las vidrieras de colores, hace relucir los bordados brocados, las sedas tornasoladas, el fausto infinitamente dilatado de las familias selectas, último faro del viejo mundo aún por una vez dominante. El arzobispo de Reims actúa en la ceremonia. Bendice las trece monedas de oro y el anillo nupcial; el delfín le pone el anillo a María Antonieta en el dedo anular, le entrega las monedas de oro, y después ambos se arrodillan para recibir la bendición.

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