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se habían llevado todas sus riquezas. [82]
La alegría que experimentó Pizarro por estos fáciles triunfos fue
turbada por la noticia de un acontecimiento de la mayor importancia, y que
le hizo concebir las más vivas inquietudes; tal era la llegada al Perú de
un cuerpo numeroso de españoles, mandado por Pedro Alvarado. Este capitán
que se distinguiera particularmente en la conquista de México, había sido
nombrado gobernador de Guatemala y de toda la parte del Perú que pudiera
descubrir fuera de la jurisdicción de Pizarro. Vivía tranquilo y aburrido
en su gobierno, cuando la gloria y las riquezas adquiridas por los
compañeros de Pizarro, excitaron en él el deseo de lanzarse de nuevo a las
agitaciones de la vida militar. Creyendo o fingiendo creer que el reino de
Quito estaba fuera de la jurisdicción de Pizarro resolvió invadirlo. Su
grande reputación atrajo de todas partes voluntarios que iban a ponerse a
sus órdenes, y se embarcó con quinientos hombres, de los cuales más de
doscientos eran nobles y servían a caballo. Desembarcó en Puertoviejo, y
conociendo imperfectamente el país, marchó sin guías en derechura hacia
Quito, siguiendo el curso del Guayaquil y atravesando los Andes hacia su
nacimiento. Durante esta marcha por uno de los sitios más agrestes de
América, sus tropas debieron abrirse caminos por entre bosques y pantanos:
además de estas fatigas sufrieron de tal suerte a causa de los rigores del
frío [83] en las alturas de las montañas, que antes de llegar al llano de
Quito habían perdido una quinta parte de la gente y la mitad de los
caballos. Los que quedaban estaban desalentados y fuera de estado de
pelear.
Noticioso Pizarro de la marcha de Alvarado hizo salir inmediatamente
a Almagro con todos los soldados que no le eran absolutamente necesarios,
con orden de que fuese a oponerse a los progresos de su rival, después de
haberse reunido con las tropas de Benalcázar.
Almagro y Alvarado se encontraron en presencia el uno del otro en la
llanura de Riobamba, desplegaron uno y otro sus fuerzas; pero los amigos
de Pizarro no estaban muy dispuestos a venir a las manos, porque veían
delante de ellos una hueste mucho más numerosa que la suya, e ignoraban el