Crónicas del castillo de Brass (Michael Moorcock) Libros Clásicos

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Por ese motivo se habían construido las grandes atalayas, y por eso los hombres que las ocupaban recibían el apelativo de Guardianes. Sin embargo, ahora también protegían a los humanos tanto como a los animales, les protegían de cualquier amenaza que acechara al otro lado de las fronteras de la Kamarg (pues sólo los extranjeros considerarían peligrosos a unos animales únicos en el mundo). Los únicos animales que se cazaban en los marjales, excepto para comer, eran los baragones, cosas que en otro tiempo habían sido hombres, antes de convertirse en las víctimas de horrísonos experimentos llevados a cabo por un perverso Señor Protector, que había sido ejecutado por el viejo conde Brass. De todos modos, ya sólo quedaban uno o dos baragones en la Kamarg, y a los cazadores no les costaba mucho identificarlos; superaban los dos metros y medio de estatura, medían un metro y medio de anchura, su color era similar al de la bilis y se arrastraban sobre sus estómagos por los pantanos, aunque a veces se erguían para precipitarse sobre la primera presa que localizaban en los marjales. Cuando salían a cabalgar, Dorian Hawkmoon y Yisselda evitaban los lugares todavía habitados por baragones.

Hawkmoon amaba a la Kamarg más que a su tierra natal, en la lejana Alemania, e incluso había renunciado a su título en aquellos parajes, ahora gobernados sabiamente por un consejo democrático, como ocurría en muchos territorios europeos que habían perdido a sus soberanos hereditarios y se habían decantado, tras la derrota del Imperio Oscuro, para convertirse en repúblicas.

Y aunque, por todo ello, Dorian Hawkmoon era amado y respetado por los habitantes de la Kamarg, era consciente de que no había podido sustituir al viejo conde Brass en el fondo de sus corazones. Nunca podría lograrlo. Solicitaban el consejo de la condesa Ylsselda tanto como el suyo, y tenían en gran estima al joven Manfred, a quien veían casi como a la reencarnación de su viejo Señor Protector.

Este cúmulo de circunstancias habría agraviado a otro hombre, pero Dorian Hawkmoon, que había querido al conde Brass tanto como ellos, las aceptaba de buen grado. Ya tenía bastante de heroicidades y gestas. Prefería vivir como un caballero criado en el campo y, siempre que era posible, dejaba que el pueblo se ocupara de sus propios asuntos. Sus ambiciones eran sencillas: amar a su bella esposa Yisselda y procurar la felicidad de sus hijos. Sus días de forjador de la historia habían terminado. De sus batallas contra Granbretán sólo quedaba una cicatriz de extraña forma en el centro de su frente, donde en otro tiempo descansaba la ominosa Joya Negra, el Roecerebros injertado allí por el barón Kalan de Vitall cuando, años antes, Hawkmoon había sido reclutado contra su voluntad a las órdenes del Imperio Oscuro, en su lucha contra el conde Brass.

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