Página 18 de 282
Ya el barco de Roma amarraba en el puerto, ya se consideraba inminente la llegada de algún mensajero de Antonio, y sin embargo el interés de Cleopatra permanecía distraído, si no dominado, por las opiniones que los presentes vertían sobre el príncipe. No perdía el tiempo calibrando su sinceridad, mucho menos sospechando que pudiera deberse a un vil halago de cortesanos. Se aceptó que la perfección de Cesarión era una verdad universal. Y no faltó quien comentase su hermosura.
¿No iba a ser hermoso si fue engendrado por el gran Julio en una descendiente de Alejandro?
La educación del príncipe, en Menfis, se convirtió en el tema dominante, aunque acogido con cierta perplejidad por los invitados extranjeros y muy en especial por Marcio, el general romano. Pues si bien este pueblo de bárbaros se siente fascinado por las magias y ritos milenarios que llegan del Oriente, todavía se encierran en un obstinado racionalismo cuando se trata de comprender las creencias de los pueblos que intentan dominar. Así, aquel sensato general romano consideraba un disparate casi cósmico que los sacerdotes de Menfis estuviesen iniciando al príncipe Cesarión en el culto a los bueyes sagrados. Explicárselo, constituía una tarea demasiado ardua.
De ahí que una reina educada en todas las disciplinas del espíritu pudiera perder interés en la conversación y regresar, por el hastío, a sus quimeras. Y esto hacía Cleopatra, dejándose caer con negligencia en los mullidos almohadones, aspirando una vez más los aromas del almizcle e invocando el negro fantasma de Fulvia. A lo lejos fluían las palabras de sus consejeros, referidas a los bueyes sagrados y a la necesidad de que el príncipe Cesarión fuese consagrado en su seminario, del mismo modo que ella, la reina, tuvo su consagración en el templo de Hator, la diosa que se presenta con cabeza de vaca.
Fue entonces cuando la esclava Iris anunció la llegada del mensajero de Antonio, exiliado en Roma.
Todos la vieron saltar de su lecho de plumas. No fue malévola invención del romano, ni del embajador judío, ni del influyente mercader chipriota. No hubo difamación cuando contaron, después, aquel exceso. La reina, tan altiva en sus audiencias, tan cautelosa a la hora de tomar sus decisiones políticas, daba un tremendo salto que comprometía gravemente el perfecto plisado de su túnica de corte helenizante y corría hacia el mensajero, que acababa de arrodillarse entre dos oficiales de la guardia palatina.
Y también notaron todos que la enamorada jadeaba al preguntar:
-¿Qué nuevas traes de mi señor Antonio? Pero, antes, dime: ¿cuándo regresa a Alejandría? O dime de una vez que está en la nave y tú eres el heraldo de su buen arribo.