Diez negritos (Agatha Christie) Libros Clásicos

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Tome el tren de las 12.40 en Paddington y se la irá a recibir a la estación de Oakbridge. Adjunto un billete de cinco libras para sus gastos de viaje.
Sinceramente suya
UNA NANCY OWEN

En la cabecera de esta carta consignábase la dirección:

Isla del Negro, Sticklehaven (Devon)

¡La isla del Negro! ¡Y tanto como se habían ocupado de ella los periódicos! Toda suerte de insinuaciones y de rumores extraños circulaban motivados por este pedazo de tierra rodeada de agua. Sin duda no habría nada de verdad en ellos. De todas maneras, la casa, construida bajo los cuidados de un millonario americano sería, al parecer, el «último grito» del lujo y del «confort».
Miss Vera Claythorne, fatigada por su último trimestre de clases pensaba:
«La situación del profesor de cultura física en una escuela de tercer orden no es muy brillante... Si por lo menos pudiese hallar un empleo en un establecimiento mejor...»
Luego, con el corazón oprimido, pensó:
«Yo debo aún considerarme dichosa... La gente, por lo regular, no quiere tener en sus casas a una persona que ha sido procesada..., aunque luego quedase absuelta.»
Hasta el fiscal la había cumplimentado por su presencia de ánimo y su serenidad. En suma, el juicio le fue favorable del todo. La señora Hamilton habíale testimoniado su gran bondad; solamente Hugo... Pero ella no quería pensar en Hugo.
De súbito, a pesar del calor sofocante del departamento, se estremeció y deseó encontrarse a orillas del mar. Un cuadro se dibujaba con toda claridad en su espíritu. Veía la cabeza de Cyril subir y bajar de la superficie del agua y dirigirse hacia las rocas. La cabeza subía y bajaba..., aparecía y sumergíase... y ella misma, Vera, nadadora experta, se reprochaba por ello, al hendir fácilmente las olas, aunque persuadida de que llegaría... demasiado tarde...
El mar..., sus aguas profundas, calientes y azuladas..., las mañanas pasadas tendidos sobre la arena... Hugo..., Hugo... que le había vendido su amor.
Era preciso no pensar más en Hugo...
Abriendo los ojos, miró desabridamente al viajero sentado frente a ella, un hombrón de cara bronceada, ojos claros y boca arrogante, casi cruel.
«Yo apostaría a que este hombre ha recorrido el mundo y visto cosas sumamente interesantes.»


Philip Lombard, juzgando con una sola ojeada a la joven que sentábase frente a él, pensó:
«Encantadora..., quizá con demasiado aspecto de institutriz...»
Una mujer con la cabeza erguida, se dijo, es una mujer capaz de defenderse.

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