Dónde está el testamento (Agatha Christie) Libros Clásicos

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La señora Harter estaba ya lejos de toda ayuda humana.
Isabel no recordó hasta dos días más tarde que no había entregado la nota que le diera su ama. El doctor Meynell la leyó con gran interés y luego se la enseñó a Carlos Ridgeway.
-Una coincidencia curiosa -dijo-. Parece que su tía había tenido ciertas alucinaciones creyendo oír la voz de su esposo. Debió sugestionarse hasta el punto en que la excitación le resultó fatal, y cuando llegó la hora, le sobrevino un colapso.
-¿Autosugestión -preguntó Carlos.
-Algo por el estilo. Le comunicaré el resultado de la autopsia lo más pronto posible, aunque no tengo la menor duda. Dadas las circunstancias es necesario practicar la autopsia, pero sólo por pura fórmula.
Carlos asintió comprensivamente.
La noche anterior, cuando todos dormían, había quitado cierto alambre que iba desde la parte posterior del aparato de radio a su dormitorio del piso superior. Y también, como la noche había sido fresca, pidió a Isabel que encendiera la chimenea de su habitación, y allí quemó una barba y unas patillas postizas; y ciertas ropas de la época victoriana y que pertenecieron a su difunto tío fueron guardadas de nuevo en el arcón con olor a alcanfor, que había en el ático.
Se encontraba completamente a cubierto. Su plan, que formó a partir del momento en que el doctor Meynell le dijo que su tía aún podría vivir muchos años teniendo el debido cuidado, había sido un éxito admirable. Un colapso repentino, había dicho el doctor Meynell. Y Carlos, aquel joven afectuoso, preferido por las ancianas, sonrió para sus adentros.
Cuando el médico se hubo marchado, Carlos fue realizando mecánicamente sus deberes. Había que disponer el entierro... avisar a los parientes que vivían lejos... proporcionarles el horario de trenes. Algunos tendrían que pernoctar allí... Y Carlos fue haciéndolo todo con eficacia y método, mientras se entregaba a sus propias meditaciones.
¡Qué mala racha en sus negocios! Eso era lo malo. Nadie, ni siquiera su difunta tía, había llegado a conocer la difícil situación de Carlos. Sus actividades, que ocultó celosamente a todo el mundo, le habían conducido hasta el borde del presidio.
No le esperaba otra cosa que el descrédito y la ruina si en unos pocos meses no tenía una fuerte cantidad de dinero. Bueno... ahora todo iría bien. Carlos sonrió satisfecho. Gracias a.

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