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Estaba despierto, y al mismo tiempo, soñaba.
No sé durante cuánto tiempo, o hasta dónde, ni, verdaderamente, en qué dirección exacta había caminado, cuando percibí por primera vez el montón de piedras desenterradas por el viento. Nunca había visto una agrupación tan grande de piedras en el curso de nuestras excavaciones, y me sentí tan impresionado, que al punto se desvanecieron todas mis visiones fabulosas.
Ya no vi más que el desierto, la luna malévola y las ruinas de un pasado insospechado y remoto. Me acerqué a examinarlas con la luz de mi linterna. El viento había dejado al descubierto una aglomeración chata y circular de megalitos y rocas algo menores, de unos quince metros de diámetro y unos dos metros de altura.
Desde el primer momento me di cuenta de que en estas piedras había algo que las diferenciaba de todas las demás. Por una parte eran más numerosas; pero además, mostraban unas figuras grabadas en sus caras que llamaban poderosamente la atención.
Pero los bajorrelieves eran muy parecidos a los que habíamos estudiado en otros sillares. La diferencia era mucho más sutil. Cada bloque, aisladamente, no me decía nada; la impresión me la producía el abarcar el conjunto con una sola mirada.
Y por fin comprendí la verdad. Los dibujos curvilíneos de aquellos bloques se relacionaban entre sí, formando parte de un mismo motivo ornamental. Por primera vez se me daba el descubrir, en este desierto antiquísimo, un núcleo arquitectónico que conservara su emplazamiento original. La obra de sillería estaba derruida y fragmentada, es cierto, pero su unidad era evidente.
Comencé a trepar penosamente por el montón de piedras. Aparté la arena con las manos. Me esforcé por interpretar las variaciones de tamaño, forma y estilo de los dibujos, en busca del nexo que existía entre ellos.
Al cabo de un rato logré adivinar vagamente la índole de la estructura desaparecida, y recomponer mentalmente los dibujos que un día cubrieron los muros primitivos. La perfecta identidad de estos detalles con los de algunos escenarios de mis sueños me dejó mudo de horror.
Aquellas ruinas pertenecían a un corredor ciclópeo de diez metros de ancho y otros tantos de alto, pavimentado con losas octogonales y cubierto por una sólida bóveda. A la derecha se abrirían sin duda varias estancias y, de su extremo más alejado, arrancaría uno de aquellos planos inclinados que conducían a otros sótanos más profundos aún