Una ciudad flotante (Julio Verne) Libros Clásicos

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Al volverme, vi al capitán, al segundo y al primer ingeniero, envueltos en sus
capuchones y agarrados a los guardalados. La bruma de las olas los envolvía de pies a
cabeza. El capitán, como siempre, sonreía. El segundo reía, enseñando sus blancos
dientes cuando el buque oscilaba de tal modo que, al parecer, los palos y las chimeneas
iban a derrumbarse.
La terquedad del capitán, su obstinación en luchar con el mar, me asombraba. A las
siete y media, era horrible el aspecto del Atlántico. Contemplaba el sublime espectáculo
de un combate entre las olas y el gigante. Comprendía, hasta cierto punto, la tenacidad
del «amo después de Dios», que no quería ceder. Pero olvidaba que el poder del mar es
infinito, y que no puede resistirle nada de lo que hace el hombre. En efecto, por poderoso
que fuera, el gigante debía huir ante la tempestad.
De pronto, a eso de las ocho, se produjo un choque. Una formidable montaña de agua
acababa de atacar al buque por proa y babor. «Esto no es un arañazo -dijo el doctor-, sino
una puñalada en la cara».
Efectivamente, el golpe nos había magullado. Algunas astillas aparecían en la cresta de
las olas. ¿Eran pedazos de nuestra propia carne, o de algún cuerpo extraño? El capitán
hizo la señal para virar un cuarto, a fin de que aquellos restos no se colaran entre las
paletas de las ruedas. Miré -con más atención y vi que la ola se había llevado el pavés de
babor, a 50 pies sobre el nivel del agua. Muchas planchas del forro habían saltado; otras
temblaban, retenidas aún por algunos clavos. El Great-Eastern se había estremecido al
choque, pero seguía su camino con imperturbable audacia. Era preciso quitar cuanto antes
los restos que obstruían la proa, para lo cual era indispensable huir ante el mar. Pero el
buque, animado por todo el brío de su capitán, se empeñaba en hacer frente. No quería
darse por vencido. Un oficial y algunos hombres fueron a limpiar la cubierta por la proa.
-¡Atención! -me dijo el doctor-. ¡No está lejos la catástrofe!
Avanzaron los marineros hacia la proa, con el oficial. Cogidos al palo segundo,
mirábamos por entre las brumas. Cada ola escupía sobre cubierta un torrente. De repente,

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