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¡Reservaos! ¡Cerrad los ojos y no los
abráis hasta que yo os avise!
Pero yo no hacía caso de aquel tipo original, y miraba. Pasado el puente, pisamos la
isla. Era Goat-Island, la isla de la Cabra, un trozo de 70 fanegas, cubierto de árboles,
surcado por soberbias calles de árboles, por donde pueden circular carruajes, arrojados
como un ramillete, entre los dos saltos de agua, americano y canadiense, separados por
una distancia de 300 yardas. Corríamos por debajo de aquellos grandes árboles, trepando
las pendientes y dejándonos resbalar para descender. Redoblaba el estruendo de las
aguas; nubes gigantescas de húmedos vapores rodaban por el espacio.
-¡Mirad! -exclamó el doctor.
Al salir de un bosquecillo, el Niágara acababa de aparecer ante nuestros ojos en todo su
esplendor. En aquel punto formaba un recodo brusco, y redondeándose para formar el
salto canadiense, el horse-shoe-fall, herradura, caía desde una altura de 158 pies, con una
anchura de dos millas.
La Naturaleza, en aquel lugar, uno de los más hermosos del mundo, lo ha combatido
todo para encantar la vista. El recodo del Niágara favorece singularmente los efectos de
luz y sombra. El sol, hiriendo aquellas aguas bajo todos los ángulos, diversifica
caprichosamente sus colores; de fijo, quien no haya visto aquel efecto, no lo admitirá sin
dificultad. En efecto, cerca de Goat-Island, la espuma es blanca, es nieve inmaculada, es
una corriente de plata líquida que se precipita en el vacío. En el centro de la catarata, las
aguas tienen un admirable color verde, que revela cuán gruesa es allí la capa de agua; así
el buque Detroit, que calaba veinte pies, pudo bajar la catarata sin tocar. Al contrario,
hacia la orilla canadiense, los torbellinos, como metalizados bajo los rayos luminosos,
resplandecían, como si fueran de oro derretido que se precipitara al abismo. Debajo, el río
es invisible. Los vapores revolotean en espeso torbellino. Vi, sin embargo, enormes
carámbanos acumulados por los fríos del invierno, que afectan formas de monstruos que,
con sus bocas abiertas, absorben en cada hora los cien millones de toneladas que derrama
en ellas el inagotable Niágara. Media milla agua arriba de la catarata, el río corre
pacífico, presentando una superficie sólida que las primeras brisas de.abril aún no logran
derretir.
-¡Ahora al centro del torrente! -me dijo el doctor.