Memorias del subsuelo (Fedor Dostoiewski) Libros Clásicos

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También tuve la sensación de que me arrojaba a un lado corno una pelota.
De nuevo tuve fiebre aquella noche y deliré. Pero, de improviso, esta situación se resolvió de modo satisfactorio. Precisamente la tarde anterior había resuelto renunciar a mi nefasto designio y olvidarlo. En este estado de ánimo me dirigí por última vez a la avenida Nevsky. Quería presenciar, por decirlo así, el abandono de mi proyecto. De pronto, cuando estaba solamente a tres pasos de mi enemigo, me decidí. Cerré los ojos y... nuestros hombros chocaron. No cedí ni un centímetro y pasamos el uno junto al otro como iguales. Él ni siquiera volvió la cabeza: fingió no darse cuenta de nada. Pero esta actitud era una afectación, estoy seguro. Todavía tengo esta seguridad. El choque me dolió a mí más que a él; no me cabe duda, porque él era más fuerte. ¡Pero esto no importaba! Había alcanzado mi objetivo, había salvado mi dignidad; al no ceder ante él ni una pulgada, lo había obligado a tratarme públicamente en pie de igualdad. De vuelta en casa, me sentí completamente vengado de mis humillaciones. Estaba inundado de alegría, triunfante. Cantaba aires italianos.
Naturalmente, no describiré a ustedes lo que pasó tres días después. Si han leído la primera parte de esta obra, Memorias del subsuelo, pueden imaginárselo fácilmente. El oficial fue trasladado no sé adónde hace ya catorce años, y no he vuelto a verlo. ¿Qué hará ahora el buen hombre? ¿A quién estará aplastando?

II

Mi período de libertinaje llegaba a su fin y me sentía atrozmente asqueado. Tenía remordimiento, pero lo rechazaba: me producía náuseas. Sin embargo, poco a poco me iba acostumbrando. Me acostumbraba a todo. Mejor dicho, no era que me acostumbrase, sino que lo soportaba todo con resignación. Pero tenía un buen remedio, el de evadirme a los dominios «de lo bello y lo sublime»..., en sueños, naturalmente. Soñaba sin freno, pasaba tres meses seguidos soñando, enterrado en mi rincón, y en aquellos momentos, créanme, no me parecía en nada a aquel señor angustiado, de corazón de gallina, que cosía al cuello de su abrigo una piel de castor alemán. Me había convertido en héroe. En aquellos momentos ni siquiera habría recibido a mi bravo teniente. Es más, ni siquiera habría pensado que tal cosa pudiera suceder. ¿Qué sueños eran aquellos y cómo podían satisfacerme? Hoy me es difícil explicarlo.

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