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..! No debí darle mi dirección. ¿Qué haré si viene? y vendrá, no cabe duda...»
Pero évidemment esto no tenía importancia en aquel momento. Lo importante era reconquistar lo antes posible mi reputación a los ojos de Zverkov y de Simonov. Esta idea me absorbió de tal modo, que ya no volví a pensar en Lisa en toda la mañana.
Ante todo, tenía que pagar inmediatamente mi deuda a Simonov. Tomé una decisión extrema y fui a pedir un adelanto de quince rublos a Antón Antonovitch. Dio la feliz casualidad de que estaba de excelente humor, y me concedió al punto el anticipo. Me sentía tan feliz, que mientras firmaba el recibo empecé a contar con gran desenvoltura Antón Antonovitch que había estado de jarana en el Hotel París con unos amigos, para celebrar el ascenso de un camarada, de un amigo de la infancia, o poco menos. «Es un gran juerguista, ¿sabe?, un niño mal criado, pero de excelente familia. Gran fortuna, carrera brillante, ingenioso, encantador, siempre enredado en aventuras... ¿Comprende? Después de media docena de botellas de champán, fuimos allá abajo...» y dije todo esto con palabra fácil y en un tono ligero y alegre.
Volví a casa y escribí inmediatamente a Simonov. Todavía hoy admiro el tono franco y de buen chico que di a aquella carta, y su estilo, verdaderamente digno de un gentleman. Me acusaba a mí mismo con habilidad y nobleza, y, sobre todo, sin palabras inútiles. Me excusaba, «si se me permitía excusarme», declarando que, como no estaba acostumbrado a beber, el primer vaso que había tomado, mientras los esperaba en el Hotel París, espera que duró desde las cinco hasta las seis, me había embriagado completamente. Dirigía mis excusas a Simonov, pero le rogaba que se las transmitiera a los demás, especialmente a Zverkov, a quien me parecía -«me acuerdo de eso como a través de un sueño»- haber ofendido gravemente. Añadía que mi gusto habría sido ir a disculparme personalmente, pero que me dolía la cabeza y, esto sobre todo, estaba demasiado confuso.
Me sentí especialmente satisfecho por la ligereza de espíritu y por la elegante displicencia que se percibían a través de mis excusas y que daban a entender, mucho mejor que todas las explicaciones, que lo ocurrido el día anterior no tenía para mí la menor importancia. ¡No estoy abrumado, como seguramente se imaginan ustedes, señores! Por el contrario, considero todo esto con la mayor tranquilidad, como corresponde a un gentleman que se respete a sí mismo.