Memorias del subsuelo (Fedor Dostoiewski) Libros Clásicos

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Pero su presencia me era sumamente enojosa. Ansiaba que desapareciera. Tenía sed de «tranquilidad»; deseaba quedarme solo en mi subsuelo. La «vida real» a la que no estaba acostumbrado, me oprimía hasta el extremo de ahogarme.
Transcurrían los minutos, y Lisa no se incorporaba. Estaba como sumida en un sueño. Sin miramientos, di unos golpecitos en el biombo para volverla a la realidad. Lisa se sobresaltó, se levantó de un salto y empezó a recoger apresuradamente sus cosas (su manteleta, su sombrero, su pelliza), como quien se dispone a huir. Dos minutos después salió lentamente de detrás del biombo y me miró con tristeza. Yo sonreí forzadamente, par convenance, y le volví la espalda.
-¡Adiós! -me dijo, dirigiéndose a la puerta. De pronto, corrí hacia Lisa, me apoderé de su mano, se la abrí, puse en ella lo que tenía preparado y se la cerré de nuevo. Luego me dirigí presuroso al otro extremo de la habitación. Así, por lo menos, no vería nada...
He estado a punto de faltar a la verdad, de decir que hice esto sin pensarlo, porque había perdido completamente la cabeza. Pero no quiero mentir, y digo francamente que le abrí la mano y deposité en ella dinero... por pura maldad. Se me ocurrió obrar así mientras recorría febrilmente la habitación y ella estaba sentada en el suelo, detrás del biombo. Pero puedo afirmar, sin temor a equivocarme, que esta crueldad cometida adrede no procedía de mi corazón sino de mi malvado cerebro. Era un acto tan evidentemente falso, tan afectado, tan livresque, que ni yo mismo pude soportarlo ni siquiera un instante y huí al otro extremo de la habitación. Luego, en el colmo de la desesperación y de la vergüenza, eché a correr en pos de Lisa... Abrí la puerta y agucé el oído.
-¡Lisa! ¡Lisa! -la llamé, pero a media voz, temblorosamente.
No obtuve respuesta. Sin embargo, me pareció oír sus pasos en los últimos escalones. -¡Lisa! -grité más fuerte. Silencio. Y seguidamente oigo que se abre, rechinando, la puerta de cristales del edificio, que al punto vuelve a cerrarse pesadamente. El portazo resuena en toda la escalera.
Se había marchado. Volví a mi habitación, pensativo. Un peso terrible gravitaba sobre mi corazón.
Me detuve junto a la mesa, al lado de la silla que Lisa había ocupado, y permanecí inmóvil, mirando estúpidamente hacia delante.

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