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Cuando el vicario hubo recibido de manos de la señorita Gamard la taza de café azucarado, sintió que le helaba el profundo silencio en que iba a realizar el acto, habitualmente tan alegre, de su desayuno. No atreviéndose a mirar ni la árida cara de Troubert, ni el rostro amenazador de la solterona, se volvió, por aparentar serenidad, al obeso doguillo que, echado en un almohadón junto a la estufa, nunca se movía porque siempre encontraba a su izquierda un platillo lleno de golosinas y a su derecha un tazón de agua clara.
-¡Qué, pequeño! -le dijo-. ¿Esperas tú café?
Este personaje, uno de los más importantes de la casa, pero poco molesto cuando dejaba de ladrar y cedía la palabra a su dueña, alzó hacia Birotteau los ojuelos, perdidos bajo los pliegues de su careta de grasa, y en seguida los cerró a lo cazurro. Para comprender el sufrimiento del pobre vicario es necesario decir que, dotado de una locuacidad vacua y sonora como el sonido que haría un globo si se le golpeara, pretendía, sin haber jamás podido dar a los médicos la razón de su creencia, que las palabras favorecen la digestión. La señorita Gamard, que compartía esta doctrina higiénica, nunca había dejado de hablar durante la comida, a pesar de su enfado; pero desde hacía varias mañanas el vicario venía empleando en balde su inteligencia en hacerle preguntas insidiosas a fin de desatar la lengua. Si los límites estrechos en que se encierra esta historia hubiesen permitido reproducir una sola de aquellas conversaciones, que casi siempre provocaban la sonrisa amarga y sardónica del abate Troubert, con ella habríamos ofrecido una acabada pintura de la vida beocia de los provincianos.