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ENTRE SUEÑO
Gustavo Adolfo Becquer
Hace pocos días entré en una tienda de tiroleses, y como había de fijarme en otra cosa, me fijé en un reloj de pared y pregunté el precio.
-Quince duros -me dijo el dueño.
¡Quince duros! -repetí yo en voz baja y como dudando si me decidiría o no a comprarle.
-Es una ganga -se apresuró a añadir mi interlocutor para acabar de decidirme-. Ya ve usted, por quince duros un reloj de péndulo. Esto acompaña por las noches.
-Esto acompaña -exclamé yo entonces-; he aquí lo que yo busco: algo que me acompañe en mis largas horas de fastidio; algo que rompa el triste silencio de mis eternas noches de insomnio. Y sin meterme en más averiguaciones, compré el reloj y lo llevé a mi casa. En hora aciaga lo hice. Razón tienen los que aseguran que más vale estar solo que mal acompañado. Pero no adelantemos el discurso. Vamos por partes, que la cosa merece ser referida punto por punto. Llevé, como dejo dicho, el reloj a mi casa, lo colgué en mi alcoba, le di cuerda y comenzó a moverse el péndulo.
Entre las cosas que ignoro, que son bastantes, una de ellas es en qué consiste sobre poco más o menos el mecanismo del reloj. Quedéme, pues, un gran espacio de tiempo contemplando aquella maraña de ruedas y aquel péndulo, que se movían por sí solos, con una estupidez digna del salvaje más salvaje de la más remota isla del mundo. El reloj comenzaba a divertirme, lo cual probará a mis lectores que a pesar de todo yo me divierto con bastante poca cosa.