Página 9 de 261
La patrona dormía en aquel instante sentada en la mecedora, en el
balcón abierto; la Petra, en la cocina, hacía lo mismo, y el señor viejo
madrugador se entretenía tosiendo en la cama.
Había concluido la Petra de fregar, y el sueño, el calor y el cansancio
la rindieron, sin duda. A la luz de la lamparilla, colgada en el fogón, se
la veía vagamente. Era flaca, macilenta, con el pecho hundido, los brazos
delgados, las manos grandes, rojas, y el pelo gris. Dormía con la boca
abierta, sentada en una silla, con respiración anhelante y fatigosa.
Al sonar las campanadas en el reloj del pasillo, se despertó de repente;
cerró la ventana, de donde entraba nauseabundo olor a establo de la
vaquería de la planta baja; dobló los paños, salió con un rimero de platos
y los dejó sobre la mesa del comedor; luego guardó los cubiertos, el
mantel y el pan sobrante en un armario; descolgó la candileja y entró en
el cuarto, en cuyo balcón dormía la patrona.
-¡Señora! ¡Señora! -llamó varias veces.
-¿Eh? ¿Qué pasa? -murmuró doña Casiana, soñolienta.
-Si quiere usted algo.
-No, nada. ¡Ah, sí! Mañana diga usted al panadero que el lunes que
viene le pagaré.
-Está bien. Buenas noches.
Salía la criada del cuarto, cuando se iluminaron los balcones de la
casa de enfrente; después se abrieron de par en par, y se oyó un preludio
suave de guitarra.
-¡Petra! ¡Petra! -gritó doña Casiana-. Venga usted. ¿Eh? En casa de la