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Preguntaron por el agente, y una criada zarrapastrosa les mostró una puerta. Llamó don Servando con los nudillos, y al oír: «¡Adelante!», que dijeron de dentro, pasaron los dos al interior del cuarto.
Un hombre gordo, de bigote grueso y pintado, envuelto en un mantón de mujer, que iba y venía, hablando y accionando con un junquillo en la mano derecha, se detuvo, y, abriendo los brazos con grandes extremos y en un tono teatral, exclamó:
-¡Oh, mi señor don Servando! ¡Tanto bueno por aquí!
Después miró al techo, y de la misma manera afectada, añadió:
-¿Qué le trae por este cuarto al ilustre escritor, noctámbulo empedernido, a horas tan tempranas?
Don Servando contó al señor gordo, el propio don Bonifacio Mingote, lo que le llevaba por allá.
En tanto, un hombre feo, con unos brazos de muñeco y una cabeza de chino, sucio y enfermo, colocó la pluma sobre la oreja y se puso a frotarse las manos con aire de satisfacción.
El cuarto era nauseabundo, atestado de anuncios rotos, grandes y pequeños, pegados a la pared; en un rincón había una cama estrecha y sin hacer; tres sillas destripadas, con la crin al descubierto, y en medio, un brasero cubierto con una alambrera, encima de la cual se secaban dos calcetines sucios.
-Por ahora no puedo asegurar nada -dijo el agente de negocios a don Servando, después de oír sus explicaciones-, mañana lo sabré; pero tengo un buen asunto entre manos.
-Ya ves lo que dice este señor -indicó don Servando a Manuel-; mañana ven por aquí.
-¿Tú sabes escribir? -preguntó el señor Mingote al muchacho.
-Sí, señor.