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Créeme siempre, tía querida, tu amante sobrina,
»JANE PERCY.
PS. Infórmame acerca de los -lazos. Jennings insiste en decir que son la última moda.»
El aspecto de lord Arthur era tan serio y triste al terminar de leer la carta, que la duquesa comenzó a reír.
-¡Mi querido Arthur! -exclamó-, ¡ya no volveré a enseñarte cartas de ninguna joven!, pero, ¿qué le contesto sobre lo del reloj? Me parece un invento muy importante; creo que me gustaría tener uno.
-Pues yo no creo mucho en ellos -replicó lord Arthur con una sonrisa melancólica, y después de besar a su madre, salió de la alcoba.
Al llegar a su habitación en el piso alto se dejó caer en un sofá, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Había hecho todo lo posible por cometer aquel asesinato, pero en ambas ocasiones fue un fracaso, y desde luego no por culpa suya. Estaba empeñado en cumplir con su deber, pero al parecer el destino le había traicionado. Se sentía deprimido por una sensación de esterilidad en sus buenas intenciones y por la ineficacia de sus esfuerzos en tratar de llevar a cabo un acto honrado. Quizá fuese mejor romper definitivamente su compromiso de matrimonio. Sybil iba a sufrir, es cierto, pero el sufrimiento no podría, en realidad, inutilizar para siempre una naturaleza tan noble como la de ella. En cuanto a él, ¿qué importaba? Siempre habrá guerras en las cuales un hombre puede morir, una causa por la cual un hombre puede ofrecer su vida, y como la vida no le brindaba ya ningún aliciente, tampoco el morir le causaba terror. Sería mejor dejar que el destino determinase su suerte. Él no iba a hacer nada por modificarlo.
A las siete y media se vistió y fue al club. Surbiton estaba allí con un grupo de amigos, y se vio obligado a cenar con ellos. Su charla trivial y sus bromas tontas no le interesaban, y tan pronto como sirvieron el café, pretextando un compromiso anterior, abandonó su compañía. Al salir del club, el ujier le entregó una carta.