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-No, nunca dije que le conociera -respondió el cohete- Me atrevo a
decir que si le conociese no sería de ningún modo amigo suyo. Es cosa
peligrosa conocer uno a sus amigos.
-Mejor haríais en manteneros seco -dijo el globo de fuego-. Eso es lo
más importante.
-Para vos no dudo que será importantísimo -respondió el cohete-. Pero
yo lloraré si me viene en gana.
Y el cohete estalló en lágrimas que corrieron sobre su vara en gotas
de lluvia, ahogando casi a dos pequeños escarabajos que pensaban
precisamente en fundar una familia y buscaban un bonito sitio seco para
instalarse.
-Debe tener un temperamento verdaderamente romántico, pues llora
cuando no hay por qué llorar -dijo la rueda.
Y lanzando un profundo suspiro, se puso a pensar en la caja de
madera.
Pero la candela romana y la bengala estaban indignadas. Gritaban
con toda su fuerza:
-¡Pamplinas! ¡Pamplinas!
Eran muy prácticas y cuando se oponían a algo lo denominaban
pamplinas.
Entonces apareció la luna como un soberbio escudo de plata y las
estrellas comenzaron a brillar y llegaron al palacio los sones de una
música.
El príncipe y la princesa dirigían el baile. Bailaban tan bien que
los pequeños lirios blancos echaban un vistazo por la ventana
contemplándolos, y las grandes amapolas rojas movían la cabeza, llevando
el compás.
En aquel momento sonaron las diez, luego las once y luego las doce, y
a la última campanada de medianoche todo el mundo fue a la terraza y el
rey hizo llamar al pirotécnico real.
-Empezad los fuegos artificiales -dijo el rey.
Y el pirotécnico real hizo un profundo saludo y se dirigió al fondo
del jardín. Tenía seis ayudantes. Cada uno llevaba una antorcha encendida
sujeta a la punta de una larga pértiga.
Fue realmente una soberbia irradiación de luz.
-¡Ssss! ¡Ssss! -hizo la rueda, que empezó a girar.
-¡Bum! ¡Bum! -replicó la candela romana.
Entonces los buscapiés entraron en danza y las bengalas colorearon
todo de rojo