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diciendo:
-Sentémonos aquí, cerca de este plátano.
Y sentados, yo también comencé a comer alguna cosa. Así que yo le
miraba de cómo comía, tragando y con una flaqueza intrínseca y amarillo
que parecía muerto. En tal manera se le había turbado el color de la vida,
que pensando en aquellas furias o brujas de la noche pasada, el bocado de
pan que había mordido, aunque harto pequeño, se me atravesó en el
gallillo, que no podía ir abajo ni tornar arriba, y también me crecía el
miedo, porque ninguno pasaba por el camino. ¿Quién podría creer que de
dos compañeros fuese muerto el uno sin daño del otro? Pero Sócrates, de
que mucho había tragado, comenzó a tener gran sed, porque se había
comido buena parte de queso. Cerca de las raíces del plátano corría un río
mansamente, que parecía lago muy llano y el agua clara como un plato o
vidrio. Yo le dije:
-Anda, hártate de aquella agua tan hermosa.
Él se levantó y fue por la ribera del río a lo más llano. Y allí hincó las
rodillas y echose de bruces sobre el agua, con aquel deseo que tenía de
beber, y casi no había llegado los labios al agua, cuando se le abrió la
degolladura, que le pareció una gran abertura, y súbitamente cayó la
esponja en el agua con una poquilla de sangre. Así que el cuerpo sin ánima
poco menos hubiera caído en el río, sino porque yo le trabé de un pie y con
mucho trabajo le tiré arriba. Después que, según el tiempo y lugar, lloré al
triste de mi compañero, yo lo cubrí en la arena del río para siempre, y con
grande miedo por esas sierras fuera de camino fui cuanto pude. Y casi
como yo mismo me culpase de la muerte de aquel mi compañero, dejada
mi tierra y mi casa, tomando voluntario destierro, me casé de nuevo en
Etiopía, donde ahora moro y soy vecino.
De esta manera nos contó Aristómenes su historia; y el otro su
compañero, que luego al principio muy incrédulo menospreciaba oírlo,
dijo:
-No hay fábula tan fabulosa como ésta. No hay cosa tan absurda como
esta mentira.
Y volviose hacia mí, diciendo: