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do a cualquier hora que se presente. No creo que mi marido
encuentre mal que lo haya recibido.
-¿Cómo podría encontrarlo mal el señor Conde? -dijo la
Gerard. -¿Qué mal hay en recibir a un noble tan respetable
corno el señor de Mausabré?
-Olvidas, Gerard, que es el abuelo del señor de Dalasse-
ne.
-Está regañado con su nieto, no lo ve ya y no es aparen-
temente para hablarle a usted de él para lo que quiere verla.
Además, ha sido amigo de su padre de usted y no puede ha-
cerle esa afrenta.
-Es lo que yo pienso. Voy, pues, a escribirle que venga;
su presencia traerá un poco de distracción a nuestra triste
vida.
-La verdad es que nada tiene de alegre observó el ama de
gobierno. -El señor Conde no es razonable. Estamos aquí
como presas.
E R N E S T O D A U D E T
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-No gruñas -respondió vivamente Lucía. ¿Para qué
quejarse cuando no se puede impedir nada? ¿No piensas
como yo, Clara?
-¡Oh! yo, mientras esté a tu lado, no me quejaré
-respondió la joven. -No pido, más que no dejarte nunca
aunque tenga que seguirte al fin del mundo. Con esa condi-
ción, me estimaré siempre dichosa. Pero, puesto que vas a
escribir al señor de Mausabré, ¿por qué no le invitas a cenar?
Así le tendremos al lado más tiempo.
Clara estaba al lado de la cama de su hermana, y ésta la
atrajo hacia ella con ademán afectuoso y sonriente y dijo be-
sándola:
-No tienes más que buenas ideas, Clarita. Sí, voy a rogar
a ese venerable amigo que venga a cenar con nosotras. Así
hablaremos del pasado. Ahora déjame vestirme; tengo prisa
de escribirle y de recibir su respuesta.
La de Entremont se quedó sola y, mientras se entregaba
a los cuidados de su atavío, se abandonó a los ensueños que
acababa de reanimar en ella el anuncio de la visita de Mausa-
bré.
En aquel mismo día, al anochecer, el portero de la casa
Gavotti iba a cerrar, como todas las tardes, la verja del jardín,