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En una palabra: de caza ya no queda en toda la comarca más que una pícara liebre muy vieja y astuta, que ha escapado de milagro a las matanzas tarasconesas, emperrada en vivir allí. Le han puesto nombre: se llama la Ligera. Se sabe que tiene su guarida en las tierras de M. Bompard -lo cual, entre paréntesis, ha doblado y aun triplicado el precio de la finca-; pero aún no ha podido nadie dar con ella.
Hoy por hoy ya no quedan más que dos o tres testarudos empeñados en buscarla. Los demás la consideran como cosa perdida, y la Ligera ha pasado desde hace mucho tiempo a la categoría de superstición local, si bien es cierto que el tarasconés es por naturaleza poco supersticioso y se come las golondrinas en salmorejo cuando encuentra ocasión.
-Pero veamos -me diréis-, si tan rara es la caza en Tarascón, ¿qué hacen todos los domingos los cazadores tarasconeses?
-¿Qué hacen?
Que se van al campo, a dos o tres leguas de la ciudad. Allí se reúnen en grupitos de cinco o seis, se tumban tranquilamente a la sombra de un pozo, de un paredón viejo o de un olivo, sacan de los morrales un buen pedazo de vaca en adobo, cebollas crudas, un chorizo y unas anchoas, y dan principio a un almuerzo interminable, regado con uno de esos vinillos del Ródano que dan ganas de reír y de cantar.
Y después, ya bien lastrados, se levantan, silban a los perros, cargan las escopetas y se ponen a cazar. Es decir, cada uno de aquellos señores se quita la gorra, la tira al aire con todas sus fuerzas y le dispara al vuelo con perdigones del cinco, del seis o del dos, según se haya convenido.
El que da más veces en su gorra queda proclamado rey de la caza, y por la tarde regresa en triunfo a Tarascón, con la gorra acribillada colgada del cañón de la escopeta, entre ladridos y charangas.
Inútil es decir que en la ciudad se hace un enorme comercio de gorras de caza. Hay hasta sombrereros que venden gorras agujereadas y desgarradas de antemano para uso de los torpes; pero no se sabe que las haya comprado nadie más que Bezuquet, el boticario. ¡Qué deshonra!
Como cazador de gorras, Tartarín no tenía rival. Todos los domingos por la mañana salía con una gorra nuevecita; todos los domingos por la tarde volvía con un pingajo.