El Caballero de la Maison Rouge (Alejandro Dumas) Libros Clásicos

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Aún más: serio y circunspecto, Maurice asistió a la ejecución del rey; permaneció mudo cuando cayó la cabeza de este hijo de san Luis, limitándose a levantar su sable mientras sus amigos gritaban: «Viva la libertad», sin fijarse que, excepcionalmente, esta vez su voz no se mezclaba con las suyas.
Tal era el hombre que el once de marzo, hacia las diez de la mañana, llegaba a la sección de la que era secretario; allí se le esperaba con impaciencia y emoción, ya que había que votar en la Convención una resolución para reprimir los complots de los girondinos.
En la sección sólo se hablaba del caballero de Maison-Rouge y su intentona en el Temple. Maurice se mantuvo silencioso, redactó la proclama, terminó su tarea en tres horas y se dirigió a la calle Saint-Honoré. París le pareció completamente distinto a la noche anterior, y volvió a recorrer el camino que hiciera con la desconocida. Atravesó los puentes y llegó a la calle Víctor, como se la llamaba entonces.
«¡Pobre mujer! -murmuró Maurice-. No ha reflexionado que la noche sólo dura doce horas y su secreto probablemente no dure más. A la luz del sol encontraré la puerta por donde se deslizó, y quién sabe si no la apercibiré a ella misma en alguna ventana. »
Penetró en la antigua calle Saint-Jacques y se situó en el mismo lugar en que había estado la víspera. Cerró los ojos un instante, creyendo que el beso de la víspera le quemaría de nuevo los labios. Pero sólo sintió el recuerdo, aunque éste también quemaba.
Maurice abrió los ojos y vio las calles fangosas y mal pavimentadas, guarnecidas de vallas, cortadas por puentecillos mal colocados sobre un arroyo. Era la miseria en todo su horror. Acá y allá un jardín cercado por vallas y empalizadas de varas, alguno por muros; pieles secándose y expandiendo ese olor de curtiduría que subleva al corazón. Maurice buscó durante dos horas y no encontró nada, aunque volvió diez veces sobre sus pasos para orientarse. Todas sus tentativas fueron inútiles, todas sus indagaciones infructuosas. Las huellas de la joven parecía que hubieran sido borradas por la niebla y la lluvia.
«Yo he soñado -se dijo Maurice-. Esta cloaca no puede haber servido de refugio, ni por un momento, a mi hermosa hada de esta noche.»
Había en este bravo republicano una poesía mucho más real que en su amigo de los cuartetos anacreónticos, pues se concentró en esta idea para no empañar la aureola que iluminaba la cabeza de su desconocida.

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