Página 22 de 158
––¿Conoció usted a una tat Marguerite Gautier?
––¿La Dama de las Camelias?
––Exactamente. ¡Mucho!
Aquellos «¡Mucho!» a veces iban acompañados de sonrisas incapaces de dejar lugar a dudas acerca de su significado.
––Y bien, ¿cómo era aquella chica? ––continuaba yo.
––Pues una buena chica.
––¿Eso es todo?
––¡Santo Dios! ¿Pues qué quirere que sea? Con más inteligencia y quizá con un poco más de corazón que las otras.
––¿Y no sabe usted nadá de particular sobre ella?
––Arruinó al barón de G...
––¿Sólo?
––Fue la amante del viejo duque de...
––¿Era de verdad su amante?
––Eso dicen: en todo caso, él le daba mucho dinero.
Siempre los mismos detalles generates.
Sin embargo sentía curiosidad por conocer algo acerca de la relación de Marguerite con Armand.
Un día me encontré con uno de esos tipos que viven continuamente en la intimidad de las mujeres conocidas. Le pregunté:
––¿Conoció usted a Marguerite Gautier?
Me respondió con el mismo mucho de siempre.
––¿Qué clase de chica era?
––Una buena chica. Y guapa. Su muerte me ha causado una gran pena.
––¿No tuvo un amante llamado Armand Duval?
––¿Uno rubio alto?
––Sí.
––Es cierto.
––¿Cómo era ese Armand?
––Creo que era un chaval que se comió con ella lo poco que tenía y que se vio obligado a dejarla. Dicen que estaba loco por ella.
––¿Y ella?
––Según dicen, también ella lo quería mucho, pero como suelen amar esas chicas. No hay que pedirles más de lo que pueden dar.
––¿Qué ha sido de Armand?
––Lo ignoro. Nosotros lo conocíamos poco. Estuvo cinco o seis meses con Marguerite, pero en el campo. Cuando ella regresó, él se fue.
––¿Y no ha vuelto usted a verlo desde entonces?
––Nunca.
Tampoco yo había vuelto a ver a Armand. Llegué a preguntarme si, cuando se presentó en mi casa, la noticia reciente de la muerte de Marguerite no había exagerado su amor de antaño y en consecuencia su dolor, y me decía que posiblemente con la muerta había olvidado también la promesa que me hizo de venir a verme.
Tal suposición hubiera sido bastante verosímil tratándose de otro, pero en la desesperación de Armand hubo acentos sinceros, y, pasando de un extremo a otro, me imaginaba que su pena se había convertido en enfermedad y que, si no tenía noticias suyas, era porque estaba enfermo o quién sabe si muerto.