Los miserables (Víctor Hugo) Libros Clásicos

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Al fin de la cena, monseñor Bienvenido dio las buenas noches a su hermana, cogió uno de los dos candeleros de pla ta que había sobre la mesa, dio el otro a su huésped y le dijo:
-Caballero, voy a enseñaros vuestro cuarto.
El hombre lo siguió.
En el momento en que atravesaban el dormi torio del obispo, la señora Magloire cerraba el armario de
la plata que estaba a la cabecera de la cama. Lo hacía cada noche antes de acostarse.
El obispo instaló a su huésped en la alcoba. Una cama blanca y limpia lo esperaba. El hombre puso la luz sobre una mesita.
-Bien -dijo el obispo-, que paséis buena noche. Mañana temprano, antes de partir, tomaréis una taza de leche de nuestras vacas, bien caliente.
-Gracias, señor cura -dijo el hombre.
Pero apenas hubo pronunciado estas palabras de paz, súbitamente, sin transición alguna, hizo un movimiento extraño, que hubiera helado de espanto a las dos santas mujeres si hubieran esta do presente. Se volvió bruscamente hacia el anciano, cruzó los brazos, y fijando en él una mirada salvaje, exclamó con voz ronca:
-¡Ah! ¡De modo que me alojáis en vuestra casa y tan cerca de vos!
Calló un momento, y añadió con una sonrisa que tenía algo de monstruosa:
-¿Habéis reflexionado bien? ¿Quién os ha dicho que no soy un asesino?
El obispo respondió:
-Ese es problema de Dios.
Después, con toda gravedad, bendijo con los dedos de la mano derecha a su huésped, que ni aun dobló la cabeza, y sin volver la vista atrás entró en su dormitorio.
Hizo una breve oración, y un momento después estaba en su jardín, donde se paseó meditabundo, contemplando con el alma y con el pensamiento los grandes misterios que Dios descubre por la noche a los ojos que permanecen abiertos.
En cuanto al hombre, estaba tan cansado que ni aprovechó aquellas blancas sábanas. Apagó la luz soplando con la nariz como acostumbran los presidarios, se dejó caer vestido en la cama, y se quedó profundamente dormido. Era medianoche cuando el obispo volvió del jardín a su cuarto. Algunos minutos después, todos dormían en aquella casa.

IV:
Jean Valjean

Jean Valjean pertenecía a una humilde familia de Brie. No había aprendido a leer en su infancia; y cuando fue hombre, tomó el oficio de su padre, podador en Faverolles.

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