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Pagaba de su bolsillo a los dos maestros una gratificación que era el doble del mezquino sueldo oficial. Como se sorprendiera alguien por esto, le respondió: "Los dos primeros funcionarios del Estado son la nodriza y el maestro de escuela". Fundó a sus expensas una sala de asilo, cosa hasta entonces desconocida en Francia, y un fondo de subsidio para los trabajadores viejos a impedidos.
En los primeros tiempos, cuando se le vio empezar, las buenas almas decían: "Es un sinvergüenza que quiere enriquecerse". Cuando lo vie ron enriquecer el pueblo antes de enriquecerse a sí mismo, las mismas buenas almas dijeron: "Es un ambicioso". En 1819 corrió la voz de que, a propuesta del prefecto y en consideración a los servi cios hechos al país, el señor Magdalena iba a ser nombrado por el rey alcalde de M. Los que ha bían declarado ambicioso al recién llegado aprovecharon dichosos la ocasión de exclamar: "¡Vaya! ¿No lo decía yo?" Días después apareció el nombramiento en el Diario Monitor. A la mañana siguiente renunció el señor Magdalena.
Ese mismo año, los productos del nuevo sistema inventado por el señor Magdalena figuraron en la exposición industrial. Por sugerencia del jurado, el rey nombró al inventor caballero de la Legión de Honor. Nuevos rumores corrieron por el pueblo. "¡Ah, era la cruz lo que quería!" Al día siguiente, el señor Magdalena rechazaba la cruz.
Decididamente aquel hombre era un enigma. Pero las buenas almas salieron del paso diciendo: "Es un aventurero".
Como hemos dicho, la comarca le debía mucho; los pobres se lo debían todo. En 1820, cinco años después de su llegada a M., eran tan notables los servicios que había hecho a la región que el rey le nombró nuevamente alcalde de la ciudad. De nuevo renunció; pero el prefecto no admitió su renuncia; le rogaron los notables, le suplicó el pueblo en plena calle, y la insistencia fue tan viva, que al fin tuvo que aceptar. El señor Magdalena había llegado a ser el señor alcalde.
III:
Depósitos en la casa Laffitte
Continuó viviendo con la misma sencillez que el primer día.
Tenía los cabellos grises, la mirada seria, la piel bronceada de un obrero y el rostro pensativo de un filósofo. Usaba una larga levita abotonada hasta el cuello y un sombrero de ala ancha. Vivía solo. Hablaba con poca gente.