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merecimientos, y que ellos han reconocido, por la cual, a vuestra vez, les
debéis una especie de reconocimiento. Veo con viva satisfacción con cuánta
moderación y condescendencia usáis con ellos de la gravedad propia de los
ministros de las leyes, cómo les devolvéis en estima y consideración la
obediencia y el respeto que ellos os deben; conducta llena de justicia y
sabiduría, a propósito para alejar cada vez más el recuerdo de dolorosos
acontecimientos que es preciso olvidar para no volverlos a ver nunca;
conducta tanto más discreta cuanto que ese pueblo justo y generoso se
complace en su deber y ama naturalmente honraros, y que los más fogosos en
sostener sus derechos son los más inclinados a respetar los vuestros.
No debe sorprender que los jefes de una sociedad civil amen la gloria
y la felicidad; mas ya es bastante para la tranquilidad de los hombres que
aquellos que se consideran como magistrados o, más bien, como señores de
una patria más santa y sublime, den pruebas de algún amor a la patria
terrenal que los alimenta. ¡Qué dulce es para mí señalar en nuestro favor
una excepción tan rara y colocar en el rango de nuestros ciudadanos más
excelentes a esos celosos depositarios de los dogmas sagrados autorizados
por las leyes, a esos venerables pastores de almas, cuya viva y suave
elocuencia hace penetrar tanto mejor en los corazones las máximas del
Evangelio, cuanto que ellos mismos empiezan por ponerlas en práctica. Todo
el mundo sabe con cuánto éxito se cultiva en Ginebra el gran arte de la
elocuencia sagrada. Pero harto habituados a oír predicar de un modo y ver
practicar de otro, pocas gentes saben hasta qué punto reinan en nuestro
cuerpo sacerdotal el espíritu del cristianismo, la santidad de las
costumbres, la severidad consigo mismo y la dulzura con los demás. Tal vez
le esté reservado a la ciudad de Ginebra presentar el ejemplo edificante
de una unión tan perfecta en una sociedad de teólogos y de gentes de