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Sentía en todo mi ser una calma hechizante frente a la que, cada vez que la recuerdo, no encuentro nada comparable en toda la actividad de los placeres conocidos.
Librodo
Me preguntaron dónde vivía; me fue imposible decirlo. Pregunté dónde estaba; me dijeron que en la Haule-Borna; fue como si me hubieran dicho en el monte Altas. Tuve que preguntar arreo por el país, la ciudad y el barrio en que me hallaba. Aquello no bastó, con todo, para reconocerme; me fue preciso el trayecto desde allí hasta el bulevar para acordarme de mi morada y de mi nombre. Un señor que no conocía y que tuvo la caridad de acompañarme un rato, al saber que vivía tan lejos, me aconsejó que cogiera en el Temple un simón que me llevara a casa. Andaba muy bien, con mucha ligereza, sin sentir dolor ni herida, aunque escupiese todavía mucha sangre. Tenía empero un escalofrío glacial que me hacía castañetear de un modo incómodo mis dientes rotos. Cuando llegué el Temple pensé que, ya que caminaba sin esfuerzo, más valía que siguiera a pie mi camino antes de exponerme a perecer de frío en un simón. Así hice la media legua que hay desde el Temple a la calle Pláterie, caminando sin esfuerzo, evitando los atascos, los coches, escogiendo y continuando la ruta tan bien como hubiera podido hacerlo en plena salud. Llego, abro el secreto que han puesto en la puerta de la calle, subo a oscuras la escalera y entro por fin en casa sin otra incidencia que mi caída y sus consecuencias, de las que aún entonces no me daba cuenta.
Por los gritos de mi mujer al verme comprendí que estaba más maltrecho de lo que pensaba. Pasé la noche sin conocer ni sentir todavía el daño. Ve aquí lo que sentí y encontré al día siguiente. Tenía el labio superior partido por dentro hasta la nariz, por fuera la piel le había preservado mejor e impedía su total separación, cuatro dientes hundidos en la mandíbula superior, toda la parte del rostro que la cubre extremadamente hinchada y magullada, el pulgar derecho torcido y muy grueso, el pulgar izquierdo gravemente herido, el brazo izquierdo retorcido y muy hinchada también la rodilla izquierda a la que una fuerte y dolorosa contusión impedía doblarse. ¡Mas con todo este estropicio, nada roto, ni siquiera un diente, ventura que parece prodigio después de una caída como aquélla.