Sueños de un paseante solitario (Jean Jacques Rousseau) Libros Clásicos

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No era el caso de darle consejos que no me pedía y que no hubiera seguido. Me había hablado de mostrarme antes a mí el manuscrito. Le rogué que no hiciera nada de aquello y ella nada hizo.
Un buen día, durante mi convalecencia, recibí de su parte el libro ya impreso e incluso encuadernado, y vi en el prefacio tan gruesas alabanzas de mí tan desabridamente chapadas y con tanta afectación que quedé desagradablemente afectado. La tosca adulación que aquello desprendía jamás se alió con el obsequio, no se equivocara mi corazón en eso.
Unos días más tarde, la señora de Ormoy vino a verme con su hija. Me comentó que su libro tenía la mayor resonancia por una nota que llamaba la atención; yo apenas me había fijado en la nota al hojear rápidamente la novela. La releí tras la marcha de la señora de Ormoy, analicé su cariz, creí ver en él el motivo de sus visitas, de sus zalamerías, de las gruesas alabanzas del prólogo, y juzgué que todo aquello no tenía otro fin que el de disponer al público para que me atribuyera la nota y, por consiguiente, la reprobación que le podía suponer al autor en la circunstancia en que había sido publicada.
Carecía de medio alguno para acabar con el bulo y con la impresión que podía causar, y dependía de mí sólo el no alimentarlo aguantando la continuación de las vanas y ostensivas visitas de la señora de Ormoy y de su hija. Ve aquí la tarjeta que escribí a la madre a tal efecto:
Rousseau, al no recíbir en casa a ningún autor, agradece a la señora de Ormoy sus bondades y le ruega que no le honre ya con sus visitas.
Me respondió con una carta honesta en la forma, pero retorcida como todas las que me escriben en casos similares. Había llevado el puñal hasta su corazón sensible y, por el tono de su carta, debía creer que no soportaría sin morir la ruptura, pues que tenía hacia mí sentimientos tan vivos y tan sinceros. Así es como la rectitud y la franqueza constituyen en este mundo crímenes horribles, y a mis contemporáneos pareceríales malvado y feroz aun cuando a sus ojos no tuviera otro delito que el de no ser falso y pérfido como ellos.
Había salido ya varias veces y me paseaba incluso con bastante frecuencia por las Tullerías, cuando, por el asombro de muchos con los que me iba encontrando, vi que aún había con respecto a mí otra noticia que ignoraba.

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