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Pues bien, declaro a la faz del mundo entero que era inocente, que no rompí ni toqué el peine, ni estuve cerca de él, ni lo pensé siquiera. No me pregunten cómo pudo romperse, porque no lo sé ni lo comprendo. Lo que me consta es mi inocencia.
Imagínese ahora un carácter tímido y dócil en la vida corriente, pero altivo e indomable en sus pasiones; un niño dirigido siempre con la voz de la razón, tratado siempre con dulzura, equidad, benevolencia, extraño todavía a la idea de injusticia, víctima de ella por vez primera tan cruelmente y por parte de las personas que más respeta y quiere. ¡Qué cambio en las ideas, qué desorden en los sentimientos, qué trastorno tan grande en su corazón, en su cerebro, en todo su ser inteligente y moral! Digo que se imagine todo esto, si es posibles porque no me siento capaz de discernir y examinar el menor vestigio de cuanto pasó en mí por entonces.
Aún no tenía suficiente conocimiento para comprender cuán en mi contra estaban las apariencias, ni para colocarme en el lugar de los demás. Manteníame en el mío y no sentía más que el rigor del espantoso castigo aplicado por un delito que no había cometido. Aunque intenso, el sufrimiento del cuerpo me era indiferente; lo que me torturaba era la indignación, la ira, la desesperación. Mi primo, que se encontraba en un caso análogo al mío, castigado por una falta involuntaria tenida por premeditada, se irritaba y enfurecía, poniéndose, por decirlo así, al unísono conmigo. Juntos en una misma cama, nos abrazábamos convulsos y sofocados, y cuando nuestros jóvenes corazones nos daban una tregua para desahogar la cólera que los despedazaba, nos incorporábamos, gritando con todas nuestras fuerzas repetidas veces: carnifex, carnifex, carnifex!
Todavía al escribir esto siento bullir mi sangre; aquellos momentos, aunque viviese mil años, no se borrarían jamás de mi memoria. Tan profundamente grabada quedó en mi alma esta impresión de injusticia, que todas las ideas de este género me restituyen mi primera emoción, y este sentimiento, que en su origen a mí solo me atañía, tomó tal consistencia en sí mismo, desprendiéndose de todo interés personal, que mi corazón se inflama al ver o escuchar el relato de cualquier acto injusto, sea cual fuere su objeto y el lugar donde se cometa, como si a mi mismo me perjudicase. Cuando leo las crueldades de un tirano feroz, las sutiles falacias de un cura trapacero, volaría gustoso a hundir un puñal en su pecho miserable, aunque debiese costarme la vida una y mil veces.