Las confesiones (Jean Jacques Rousseau) Libros Clásicos

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podría creerlo así el señor de Francueil, y, saliendo nuevamente, tomo el importe de mi billete y me largo, sin pensar que, apenas habría salido cuando estaría sentado todo el mundo y que entonces el señor Francueil vería claramente que yo habla desaparecido.
Como nada estuvo más lejos de mi ánimo que un hecho semejante, lo consigno para demostrar que hay momentos de desvarío durante los cuales no puede juzgarse a los hombres por sus acciones. Esto no era precisamente robar dinero, sino desviarlo de su destino: cuanto menos tenía de robo tanto más tenía de infamia.
Nunca acabaría, si quisiese seguir todas las sinuosidades por las cuales pasé, durante mi aprendizaje, de la sublimidad del héroe a la vileza de un bribón. Pero, aunque tomé todos los vicios propios de mi estado, siempre me fué imposible tomar sus aficiones. Las diversiones de mis compañeros me aburrían, y cuando la excesiva sujeción me hubo disgustado del trabajo, todo me fastidiaba; y esto me trajo nuevamente a la afición a la lectura, que había olvidado hacía mucho tiempo; para satisfacerla usurpaba el tiempo al trabajo, resultando un nuevo delito que me costó nuevos castigos. El gusto, exaltado por la contrariedad, se convirtió en pasión y a poco en frenesí. Una mujer llamada la Tribu, famosa alquiladora de libros, me los proporcionaba de todas clases. Bueno y malo, todo pasaba; yo no escogía nunca; todo lo leía con idéntica avidez. Leía en el taller, leía por el camino siempre que me enviaban; leía en el retrete horas enteras, olvidándome de todo; a fuerza de leer se me iba la cabeza, y no hacía más que leer continuamente. Mi amo me vigilaba, me atrapaba, me pegaba y me cogía los libros. ¡Cuántos volúmenes fueron rasgados, quemados o tirados por la ventana! ¡Cuántas obras quedaron truncadas en casa de la Tribu! Cuando no tenía con qué pagarle, le daba las camisas, las corbatas, los vestidos; cada domingo le entregaba sin falta los tres sueldos que me daban de regalo.
Acaso se me dirá: he ahí el dinero hecho necesario. En efecto; pero eso fué cuando la lectura me hubo privado enteramente de la actividad. Entregado por completo a mi nuevo gusto, no hacía más que leer, ya no robaba nada. Y véase ahora otra de mis diferencias características. En los momentos en que más sujeto me tiene un hábito, la cosa más pequeña me distrae, me cambia, me domina, y por fin me apasiona; entonces todo queda olvidado; sólo pienso en el nuevo objeto que me preocupa.

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