Reinas y Ruletas

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Una oleada de excitación sacudía al minúsculo Casino de San Sebastián. Por una vez en su existencia, había éste sido excrupulosamente higienizado; la servidumbre provista de guantes de inmaculada blancura, y la administración se tomaba el trabajo de inspeccionar si todo estaba en orden. Una docena de corpulentos policías recorrían las dependencias, y aquí y allá las luces iluminaban tiestos de flores que reproducían los colores de la romántica España. En la "salle privé", en el centro de la mesa principal, cuatro sillones de tapizado purpúreo elevaban su opulencia sobre la gloria marchita de los otros asientos y divanes diseminados a lo largo de la estancia.

Un repentino revuelo tomó cuerpo a la entrada. Los agentes secretos cambiaron una mirada enigmática, y unos trescientos hombres y mujeres en ropa de gala se precipitaron desde los otros salones a la "salle privé" para presenciar lo que iba a ocurrir.

Las ruletas se detuvieron, y un pequeño grupo de personas penetró escoltadas por el nervioso "Directeur", que condujo a los personajes a los majestuosos sillones que ya mencioné.

-¡Es la Reina y la Infanta de España! murmuró alguien cerca mío, y mientras contemplaba yo a la alta y hermosa mujer revestida de diamantes, comprendí que había sido honrado esa noche, y que Su Majestad la Reina de las Españas se dignaría apostar en mi mesa. Debo declararles que esto acaeció años antes de que Primo de Rivera clausurara el espléndido Casino al abolir el juego durante su dictadura.

Un "croupier" español se encargó de dirigir el juego, y era cosa curiosa de ver cómo se inclinaba cada vez que retiraba con su rastrillo el dinero de la soberana, no sé si queriendo significar con ello su pesar, con todo, la española, mujer tanto como reina, cansada sin duda de tanta liturgia convencional, le espetó, entre las risas de los concurrentes: -Señor "croupier", vuestra bolilla es menos galante que vuestras reverencias!

La desolación del buen hombre quizá se comunicó a la ruleta, pues desde ese momento, Su Majestad comenzó a ganar golpe tras golpe, lo que celebraba con infantil deleite. Pronto, una enorme pila de fichas se amontonó a su alrededor, como si la majestad de quien apostaba sedujese a los Hados...

Fue entonces cuando una joven española, morena y de ojos oscuros, con grandes pendientes de pedrería, que se hallaba cerca de la Reina, aunque no formaba parte de su comitiva, se levantó súbitamente y con un rumor de sedas y encajes, cayó desvanecida sobre el "parquet", una de sus manos buscando apoyo en la falda de la augusta soberana... Espantados, dos de los inspectores se abalanzaron para apartar a la mujer, pero la Reina, más rápida que ellos, levantó a la accidentada, y colocándola en su silla, pidió a una de sus damas de honor, que trajera las sales. Los minutos transcurrieron, y la joven no daba señales de reacción. A pedido de la princesa se trajo a un facultativo, quien aseguró a la augusta ansiedad la pronta mejoría de la niña... El juego continuó, para fortuna de la primera dama de España, quien se levantó más rica aún de lo que se sentara.

Al día siguiente, la secretaría de un hospital de la ciudad recibió la visita de una dama de porte atrayente y majestuoso, quien llegó en un automóvil perteneciente a la realeza. Al sentarse colocó un paquete sobre el escritorio.

-He sido enviada por Su Majestad española -dijo la dama de honor, para ofrecer esta contribución a los fondos del hospital-. Y abriendo el envoltorio depositó en las manos de la secretaria el total de las ganancias que la reina de España obtuviera en el Casino la noche anterior.

Volviendo al asunto de este capítulo, que era el de las soberanas a quienes ví desbancar a la diosa Fortuna, deberé mencionar entre las más afortunadas, a la reina Margarita de Italia, que a menudo nos visitaba de incógnito, aunque a nadie pasaba desapercibida, pues era en verdad una figura notable con su tiara de maravillosos rubíes que semejaban estrías sangrientas bajo la luz fulgurante de los salones del Casino.

Cierta noche jugaba ella en mi casa, y contigua a su asiento estaba una americana de mediana edad que movía con ostentación una alta pila de fichas; era -lo diré incidentalmente- la esposa de un "rey" americano de los transportes, y por primera vez visitaba Europa, y desde luego Monte Carlo. La soberana de Italia apostó prudentemente mil francos, y la otra, con un mohín despectivo, por lo reducido de la cantidad, colocó cinco mil sobre el tapete, desconociendo probablemente la identidad de su ilustre vecina. Ganó la reina, con visible enojo de la otra.

El juego continuó así durante una hora y media, en continua racha favorable para la reina, mientras la millonaria perdía jugada tras jugada. De repente, en medio del asombro de los circunstantes, vociferó la americana a Su Majestad, que estaba en ese momento recogiendo sus ganancias:
-¡Ladrona! ¡Esa puesta me pertenece! -se hizo un silencio dramático, mientras todo el mundo se estremecía de horror... Pero la Reina ni siquiera la miró, como si se tratara de un lacayo. Yo ya había recuperado mi sangre fría y me dirigí a la americana:
-¡Madame -dije con voz helada- retirará Ud. sus palabras, o me veré obligado a pedirle que abandone la mesa!
-¡No haré nada que se le asemeje! -farfulló la mujer.

Hice una seña a los dos "comissaires de jeu", quienes se aproximaron y levantando a la dama de su asiento, la sacaron de la mesa.

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