Las confesiones (Jean Jacques Rousseau) Libros Clásicos

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Semejante conducta de mi padre, cuya virtud y cariño he conocido tan bien, me han sugerido, acerca de mí mismo, reflexiones que han contribuido no poco a mantenerme sano el corazón. He sacado de esto una gran máxima moral, quizá la única que puede adaptarse a la práctica: evitar las ocasiones que colocan nuestros deberes en oposición con nuestros intereses y que ponen nuestra conveniencia en el daño ajeno, seguro de que en tales situaciones, por muy sincero que sea nuestro afecto, tarde o temprano sucumbimos sin sentirlo, haciéndonos injustos y malvados de hecho sin haber dejado de ser justos y buenos en los sentimientos.
Impresa profundamente esta máxima en mí alma y, aunque un poco tarde, puesta en práctica en la conducta, es una de las que me han hecho aparecer en público, y, sobre todo, al os ojos de mis conocidos, como extravagante y loco. Me han imputado querer ser original y obrar de modo distinto de los demás, cuando, en verdad, no pensaba en hacer lo que los otros, ni tampoco lo contrario. Deseaba sinceramente hacer lo que estuviese bien. Con todas mis fuerzas huía de cualquier situación en que mi interés estuviese en oposición con el de otra persona, y, por consecuencia, pudiese sentir un deseo secreto, aunque involuntario, del mal de esta persona.
Hace dos años que milord Marechal quiso favorecerme en su testamento, a lo que me opuse con todas mis fuerzas. Hícele observar que por nada del mundo quisiera saber que estaba incluido en el testamento de quien quiera que fuese, y mucho menos en el suyo, y cedió a mis instancias. Ahora quiere señalarme una pensión vitalicia, a lo que no me opongo. Se dirá que me conviene el cambio: puede ser; pero, ¡oh, bienhechor y padre mío!, si tengo la desgracia de sobreviviros, sé que al perderos lo pierdo todo y nada podré ganar.
Ésta es, a mi entender, la buena filosofía, la única verdaderamente conforme con el corazón humano. Cada día me convenzo más de su solidez, y la he desarrollado de mil modos en todos mis últimos escritos; pero el público, que es frívolo, no ha sabido reconocerla. Si sobrevivo al fin de este trabajo lo bastante para emprender otro, me propongo ofrecer en la continuación del Emilio un ejemplo tan notable y bello de esta misma máxima, que el lector se ve obligado a fijar su atención en ella.

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