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De esta regla deriva la máxima más importante de la administración de las finanzas, cual es la de dedicar más esfuerzo a prever las necesidades que a incrementar las rentas. Por mucha diligencia que se arbitre, el auxilio que sólo llega tras el mal, y con lentitud, no alivia el sufrimiento del Estado: mientras se piensa cómo remediar un inconveniente, otro distinto aparece, y los nuevos recursos producen nuevos inconvenientes, de suerte que, al final, la nación se endeuda, el pueblo es oprimido y el gobierno pierde su vigor sin poder hacer mucho más a pesar de contar con mucho dinero. Creo que del buen fundamento de esta máxima derivaban los prodigios de los antiguos gobiernos, los cuales, con toda su parsimonia, conseguían más cosas que los nuestros con todos sus tesoros, y quizás de ahí derive la acepción vulgar de la palabra economía, que más bien se refiere al sabio manejo de lo que se tiene que a los medios para adquirir aquello de lo que se carece.
Con independencia del dominio público, que moldea al Estado en proporción a la probidad de quienes lo rigen, si conociésemos suficientemente la fuerza de la administración general, sobre todo cuando sólo hace uso de medios legítimos, nos sorprenderíamos de todos los recursos de que disponen los jefes para prevenir todas las necesidades públicas sin tener que hacer uso de los bienes de los particulares. Como son los amos de todo el comercio del Estado, nada les resulta más fácil que dirigirlo de modo que todo esté previsto y sin necesidad de tomar parte en él. El verdadero secreto de las finanzas y la fuente de la riqueza consiste en la distribución de los productos agrícolas, del dinero y de las mercancías en una justa proporción y según el tiempo y el lugar, siempre que los administradores sean capaces de altas miras, admitiendo en ciertos casos una pérdida aparente e inmediata a fin de obtener realmente inmensos beneficios en un futuro menos próximo. Cuando observamos que, en años de abundancia, el gobierno paga derechos por la salida del trigo en vez de cobrarlos, y en años de escasez los paga por su entrada, tenemos que aferramos a los hechos para poder aceptar su certeza y si tales hechos hubiesen ocurrido en el pasado, pensaríamos que son una fábula. Supongamos que para prevenir la carestía de años malos se propusiese la creación de almacenes públicos, ¿en cuántos países no serviría de pretexto para la creación de nuevos impuestos el mantenimiento de tan útil establecimiento? En Ginebra, tales graneros, creados y mantenidos por una sabia administración, constituyen un recurso público para los malos años y la principal renta del Estado en todo tiempo.